La cocina evocadora de Grisha

Los platos de la infancia en la Bucovina nunca dejaron de acompañar al escritor Gregor Von Rezzori

La cocina evocadora de Grisha

Cuando recordamos un sabor o un olor del pasado estamos trayendo al presente una experiencia que la memoria no ha sido capaz de mantener viva directamente. La intensidad con que el tiempo se detiene o vuelve es tanto un producto de los fallos de esa memoria gustativa como un testimonio de su poder. Marcel Proust guardaba en el olfato y el gusto los vínculos emocionales y evocadores de un pasado lejano que sobrevenían de una insípida magdalena mojada en el té. El autor de En busca del tiempo perdido se conformó con una simple magdalena, casi etérea. Otros, con unos fideos básicos con salsa de tomate, unos macarrones o, como es mi caso, con una longaniza de inspiración alemana que jamás he vuelto a probar pero de la que recuerdo exactamente su sabor que aun sin volver a reproducirse exactamente en el paladar me transporta a la adolescencia. Los momentos proustianos son caprichosos pero se repiten en la vida de cada cual gracias al poder evocador de la comida al que sólo puede equipararse el de la música, esa canción que de repente se posa en nuestro oído para devolvernos al pasado en un viaje agradecido a través del túnel del tiempo.

Gregor von Rezzori, el último de los grandes novelistas que contó el ocaso del imperio austrohúngaro, nació en la Bucovina un rincón de Europa remoto que perteneció al dominio de los Habsburgo, pasó después a Rumanía y más tarde fue absorbido por la URSS. En la actualidad su territorio se reparte entre Ucrania, Moldavia y el propio suelo rumano. Murió, tras una larga y fecunda vida, en su retiro italiano de Domini, donde escribió La muerte de mi hermano Abel, Memorias de un antisemita y Flores en la nieve, piezas claves todas ellas de su puzzle literario habsbúrgico.

Allí, en el Valle de Arno, se reencontró con las huellas de su infancia en la Bucovina, las largas caminatas por los bosques, junto a los perros, y sus dos jabalíes domésticos, y las invernadas blancas que el escritor asociaba en el recuerdo a las horas pasadas en compañía paterna. "Donde me encontraba más a gusto era en el área boscosa que mi padre se había buscado, con sabiduría y exacto conocimiento del terreno, en el corazón de los Cárpatos de la Bucovina, entre dos aldeas tan remotas como Carlibaba y Rusmoldvitza, a unas decenas de kilómetros al oeste del paso de Bargau, cerca del cual se alzara, según Bram Stoker, el castillo de Drácula. Mi padre se había construido allí, mucho antes de que yo naciera, una cabaña de caza de madera, que con el paso de las estaciones adquirió una sedosa pátina gris. Se hallaba en un calvero inclinado, a orillas de un veloz y helado arroyo de montaña. En las profundas pozas de las incontables cascadas, escalonadas como un pergamino japonés, se acumulaban inamovibles las truchas; sólo el suave abanicar de sus aletas revelaba que estaban vivas...", cuenta en Flores en la nieve de donde brotan los bellos e inolvidables retratos familiares de la autobiografía que, por otro lado, aseguró jamás escribiría.

Esa esa evocación de la infancia y de la adolescencia Von Rezzori siempre tuvo presenta la comida. Para las muchachas de su Magrebinia ( Historias de Magrebinia) reserva jugosas descripciones asociadas con la comida. "Eran dulces como el rahat", "tenían ojos de cereza" y labios como "la pulpa de las granadas". En ocasiones, el escritor dandi se refugiaba en la cocina para cocinar para sus amigos platos de su tierra, sencillas elaboraciones campesinas, consistentes, nutritivas y sabrosas, inspiradas en ese cruce de culturas que se produjo en el Este de Europa en un momento de la historia, de procedencia judía, turca, romana y austriaca, por la repostería. Donde el borsch, la sopa de remolacha ucraniana; la ciorba rumana alternaban en las mesas con el strudel de manzana germánico. O el famoso gulash del restaurante vienés Neugröschl, de extraordinarias propiedades afrodisíacas, que registra en Memorias de un antisemita. Una pequeña historia cínica muchas veces citada que trata de un hombre que, de acuerdo con su costumbre diaria, va al restaurante Neugröschl de Viena y come un gulash. En cuanto regresa a su casa se acuesta dos veces con su mujer, tres con su cuñada, viola a la sirvienta y es detenido justo antes de atentar contra su hija. El caso es tan interesante desde el punto de vista clínico que se convoca un consejo presidido por un profesor de fama mundial. El médico de la familia informa: el hombre no ha hecho nada extraordinario, se limitó a ir al restaurante Neugröschl a comer un gulash. "¿Qué quiere usted que hagamos, señor profesor?", le preguntan al gran erudito. "No sé qué es lo que ustedes van a hacer -dice el gran profesor - en lo que a mí respecta, voy a ir al Neugröschl a comer gulash".

Comer y beber fueron muy importantes en la vida del cosmopolita Von Rezzori. De hecho, llegó hasta publicar un recetario de hojas sueltas con algunos de los platos de su tierra, las truchas, el lucio relleno y las frutas ocultas por el agua helada, esta última de origen rumano. Las comidas evocadoras de la infancia en Bucovina se convertían en complemento sustancial de la reuniones familiares o entre amigos que con tanto esmero organizaban Grisha, así era conocido entre sus íntimos el escritor, y su esposa la refinada galerista Beatrice Monti della Corte, en Santa Maddalena, la villa de Toscana repleta de gangas del mercado del arte. Allí Beatrice hizo reformar una torre cerca del caserón, de la época de los güelfos y los gibelinos, que más tarde decoró por dentro a la manera otomana como si se tratase de un yali en el Bósforo. Por temporadas la habitó el malogrado Bruce Chatwin.

El poder evocador de la comida es extraordinario. La capacidad de ser felices comiendo se alarga con él. El famoso chef británico Heston Blumenthal le contó en una ocasión a la escritora Bee Wilson que en un mundo ideal haría una entrevista a todos los clientes de su restaurante The Fat Duck para conocer sus recuerdos más intensos relacionados con la comida -buenos y malos- antes de que se sentarán a la mesa. Sólo así decidiría que cocinar para ellos. En caso de haber podido hacerlo y si me hubiera preguntado se habría ahorrado el iPod de las ostras con que quiso colmar a sus clientes de sensaciones marinas. Algo que no merece ser evocado.

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