Si trazamos una línea recta - o casi- desde Belgrado y que atraviese Sarajevo y llegue hasta Dubrovnik, obtendríamos la distancia más corta entre la capital serbia y el mar. Unos 350 kilómetros. Sin embargo, sus habitantes presumen de ser mediterráneos. Quizás sea por su carácter jovial, su falta de complejos o la alegría y la sonrisa que desprenden los rostros de sus gentes.

Es una de las ciudades más antiguas de toda Europa, habitada por multitud de culturas que han ido forjando su aspecto actual.

Ha sido destruida 44 veces, 65 ha cambiado de dueño y otras 10 de nombre. Todavía luce cicatrices de hace casi dos décadas, cuando la OTAN la bombardeó.

Bañada por el Danubio y el Sava, su larga historia se puede admirar en el Fortaleza de Kalemegdan, el icono más importante de la ciudad y una de las mejores arquitecturas militares de Europa.

La calle Knez Mihailova es la única parte que no quedó destruida tras las guerras. Renovado paseo comercial que contrasta con la arquitectura y ambiente del resto de la urbe. Desemboca en la Plaza de la República, centro social del país, donde están el Teatro y Museo Nacional, con una ingente colección de los vestigios de antiguos inquilinos como fueron los romanos, celtas, otomanos o austrohúngaros...

Pero la joya de la corona nocturna de son los splavovi clubes flotantes en las orillas del Sava y Danubio. Uno tras otro, hay más que suficientes para elegir. Llenando el río de fiesta hasta que el sol sobresalga por el horizonte al son de toda clase de música.

Quien espere encontrar el sótano de la Underground de Kusturika se equivoca. La sociedad ha despertado de su letargo, y olvida los fantasmas del pasado. Vibrante, joven, encantadora y, al mismo tiempo, gamberra. La ciudad se comporta como un rebelde de su propia historia y ha dejado atrás de su belicoso pasado y presume de un optimismo inalterable y poco templado futuro.