Un detalle sensorial traza en el aire la gran diferencia entre Tokio y Kioto: el ruido. Si en la capital japonesa la publicidad sonora y el bullicio de una gran ciudad -en la que transitan a diario cerca de 30 millones de personas- dibujan un mapa de sonidos, en Kioto la calma marca el ritmo de una localidad sacada de otra época.

En la antigua capital imperial no hay estridencias. Ni hay rascacielos, ni los jóvenes llevan pintas estrafalarias ni el ferrocarril hace sonar la banda sonora del día a día. Allí se escucha el silbido de los pájaros -y no es poca cosa después de varios días en Tokio, donde uno tiene la sensación de caminar entre los replicantes de Blade Runner-. Al sur de Honshu, cerca de Osaka -la apertura de vuelos internacionales de su aeropuerto acerca la ciudad al resto del mundo-, en Kioto se puede vivir.

Su pasado imperial marca la geografía de una ciudad que creció alrededor del castillo, que acumula siglos ligada al río Kamo y que multiplica su belleza desde las colinas que la rodean: el tiempo se detiene entre los templos que la vigilan.

En Gion, junto a la ribera del Kamo -en las callejuelas repletas de restaurantes de madera que sirven un delicioso Sukiyaki (finas tiras de carne que se hacen en un cuenco junto a una generosa ración de verduras y que en invierno es uno de los grandes placeres que da la vida; probar el del Negiya Heikichi)-, uno se puede tropezar con una Maiko -aprendiz de Geisha- a la carrera.

Con sólo dos líneas de metro que cruzan la ciudad, la guagua es la mejor opción para visitar los templos de las colinas. Hay varios imprescindibles: Kinkaku-ji (templo dorado), Kiyomizu-dera (edificación de madera colgante levantado sin un solo clavo), Ryoan-ji (jardín de piedra) o To-ji (pagoda). En los alrededores de la localidad, otras visitas obligadas son el bosque de bambú de Arashiyama y el santuario de Fushimi Inari -con su centenar de toris-.

Desde Kioto se pueden realizar excursiones a Nara, Osaka, Hiroshima o Himeji.