La agorafobia, una enfermedad que padece entre el tres y el cuatro por ciento de la población y que hasta hace muy pocos años no estaba diagnosticada, casi se lleva por delante a Juan Álvarez Rodríguez, un vecino de la capital grancanaria, de 66 años, que esta semana recordaba cómo durante casi dos décadas las fobias originadas por ese desorden le convirtieron en "el señor no".

"Sólo quería estar en casa, encerrado, y a todo lo que me decían o invitaban", reconoce, "respondía instintivamente que no". Asegura que ese trastorno, por ejemplo, le impidió durante ocho años "viajar a la Península", de donde procede, "para ver a su familia, porque tenía pánico a sufrir una crisis en el avión y que nadie pudiera ayudarme". Sin embargo, hallar a un médico que finalmente diagnosticó su patología -el doctor Antonio Precedo- y apoyarse en una asociación de personas con su misma enfermedad le llevó a superar ese trago, "que no quiere decir que me haya curado porque para esto", asegura, "no hay cura absoluta".

En general, el término agorafóbico se refiere a las personas que temen cualquier lugar o situación en la que se sientan desprotegidos y de la que les sea imposible huir inmediatamente a un lugar considerado por ellos o ellas -sobre todo por ellas- como "seguro".

El problema, según explican los especialistas, es que se produce una especie de efecto bola de nieve que se alimenta, además, de fobias anteriores.

Por ejemplo, comienzas teniendo miedo a estar en determinado lugar, a continuación pasas a culpar a la persona con que te encuentras durante ese mal trago, identificándola como el culpable de la crisis, mientras tu vivienda se convierte en tu guarida hasta que también te aterra estar allí solo por lo que pueda sucederte... "Es durísimo porque como tampoco sabes a qué se debe", cuenta Álvarez, "pues te comes mucho la cabeza buscando explicaciones que únicamente te hunden más".

SÍNTOMAS. Los primeros síntomas que se detectan son la falta de sueño, las taquicardias, las crisis de ansiedad... "En mi caso", recuerda, "empecé a sufrir insomnio cuando toda la vida había dormido estupendamente. Luego", prosigue, "comenzaron las crisis de pánico motivadas por fuertes taquicardias que me llevaban a pensar que me moría, que me iba a dar un infarto en ese momento. En la calle sentía mareos, como si el suelo fuera de corcho, y me iba agarrando a las paredes para no caerme".

Recuerda Juan Álvarez, actual vicepresidente de la asociación de apoyo a enfermos agorafóbicos Horizontes Abiertos de Las Palmas de Gran Canaria, que en su desesperación "para que aquellos síntomas no se repitieran vivía obsesionado. Esta enfermedad", reconoce, "es cíclica, no tiene un proceso lineal, y los picos van fluctuando dependiendo de cómo te encuentres". Juan Álvarez comenzó teniendo un brote a la semana "pero cada vez iban a más y aunque había épocas en que no sucedía nada en otras estaba muy muy mal".

Con el peso de padecer una patología que no sabía a qué se debía e intentando tirar él solo de un carro casi fuera de control, el protagonista de este reportaje explica que se convirtió "en el gran disimulador".

"He hecho y dicho las cosas más absurdas para salir huyendo de sitios o de personas. Un día, en una consulta de un oftalmólogo, sufrí una crisis cuando la enfermera me hizo pasar al despacho del médico. De repente", cuenta, "me fui de allí corriendo y cuando ella me preguntaba qué me pasaba le respondí que tenía el coche mal aparcado cuando yo no tengo ni carné de conducir. Muchas otras veces, caminando por Triana, iba como quien lleva un periscopio para detectar a unas cuantas personas que siempre me hablaban de enfermedades y cosas negativas. Les acabé culpando a ellos también de sufrir varias crisis... Es desastroso. Una cosa te va llevando a la otra y acabas recluido, aunque también te acabe dando miedo estar solo por si te sucede algo y nadie te puede ayudar", agrega.

No disimula el importante papel que desempeñó su esposa, Pino, en su mejoría. "Me entendió aunque también lo ha pasado mal", confiesa no sin antes reconocer que "muchos otros enfermos acaban perdiendo a su familia porque éstos no calibran el grado de la enfermedad y te acaban calificando de asocial o incluso de bruto o malcriado".

Ese desconocimiento, que durante años provocó que se les definiera como "enfermos invisibles porque al no detectarse la patología", cuenta, "no se nos veía como pacientes", ya es cosa del pasado. Casi igual que la agorafobia de Juan Álvarez, quien llega a la entrevista acompañado de Lorenzo Soliveres, otro enfermo y tesorero de Horizontes Abiertos con quien Álvarez vivió una gran prueba de superación. "Fuimos un día los dos juntos al Estadio de Gran Canaria", cuenta Juan divertido. "Y salimos vivos los dos", añade Lorenzo con cariño.

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