Jobs no es Lennon, pero a continuación digo: no es tan revolucionario como Imagine hacer de la tecnología un ideal. Del estrafalario Howard Hughes me interesan más su aviones imposibles que sus películas, y de Jobs debería considerarse prioritario su propuesta para "cambiar el mundo". Budista, purista y excéntrico, Jobs no contamina la Amazonia con pasta de petróleo ni esquilma cosechas para crear nuevos combustibles. El capitalismo de garaje, con Jobs aún de pelo largo (pero no un beat), construyó este globo intercomunicado, manejado con la yema de un dedo. Su manzana mordida es un icono del populismo tecnológico, igual que la sopa Campbell de Warhol fue en su momento EE UU a lo grande. Su aldea global superó la de MacLuhan, y en su confesión de Stanford, con la muerte tras los talones, desgajó en voz alta su idea de la vida: dio la impresión de que trabajó para hacernos más libres. A Jobs, a la hora del óbito, se le mira como un ave espectral que migra con el buche lleno de los conocimientos esenciales: se lleva encima las claves de una nueva construcción social, un ordenamiento de las relaciones que décadas atrás hubiese parecido un vaciado del fracasado utopismo de Tomás Moro. Jobs y sus alumbramientos caen sobre la desafección que provoca ver, en dirección contraria, al vehículo que nos lleva por la crisis y que tiene rotulado: 'aquí no hay genialidad'.