La desgraciada muerte de Marie Colvin, la extraordinaria reportera británica que acaba de ser asesinada mientras trabajaba en Siria, avivó en muchos de nosotros la memoria de otro compañero, Juan Carlos Gumucio, que también fue corresponsal o enviado especial en lugares turbulentos, arrostró ese riesgo con gallardía y una indómita profesionalidad y fue, además, esposo de Marie durante una época.

La conocí con él, cuando ya no vivían juntos, en el bar de un hotel de Jerusalén, en medio de las interminables refriegas que se sucedían en esa ciudad y en todo Israel y que él contaba, arriesgándose, desde la línea de mayor peligro. Él era vivaracho, audaz, siempre estaba a punto de salir de viaje, aunque no se moviera del sitio, y ella era mucho más reflexiva, más tranquila, más absolutamente anglosajona, también como periodista.

Mi compañero Guillermo Altares recordó muy puntualmente, cuando asesinaron a Colvin, la relación de ésta con Gumucio, y ofreció un dato que fue el que avivó en mi memoria algunos momentos y algunas trayectorias de este periodista excelente: Gumucio murió, nos recordaba Altares, hace ahora diez años; exactamente el 25 de febrero de 2002 aquel reportero que un día colgó la mochila, volvió a su pueblo y, en contra de lo que podía hacer pensar su estilo bohemio, indómito e imparable, se sumió en una grave melancolía con la que acompañó sus últimos tiempos y su propia despedida.

Las últimas veces que lo vi él estaba en Londres, como corresponsal a regañadientes, pues su historia, la que amaba, estaba en los monumentos rotos de la vida, en medio de las guerras y de los obuses, tratando de contar cuál es la raíz que el hombre padece como uno que odia a otro hasta matarlo. Esa era su pasión, contar la tragedia, y Londres entonces padecía tragedias chiquitas y no daba de sí sino cotilleos.

Amaba la vida, y, como dijo otro gran periodista, el inglés Robert Fisk, cuando Gumucio se suicidó en Cochabamba, acaso amaba demasiado la vida? Estuvo en las más variadas guerras, y un día, en medio de la tragedia interminable del Líbano, le dijo a Fisk: "¿Sabes lo que somos, Fisky? Somos corresponsales en fosas comunes". Pero ese lugar maldito, la guerra, la consecuencia de la venganza como difícil amor propio, le atrajo como escritor y como enviado especial, y siguió viajando al fondo de los infiernos que están poblados de cementerios bajo la luna.

Así que quería volver a la selva de la vida. Algún tiempo después dejó Londres y aquella intachable quietud. Regresó a Bolivia, su tierra natal. Y allí vivió, como otro gran amigo mío, Eliseo Alberto, el escritor cubano que murió hace menos de un año en México, sumido en su carácter indómito y sensual, pero melancólico y callado, varado muchas veces en la vereda de su propio, y autodestructivo, desprecio, como si no tuviera ganas de verse en el espejo.

Juan Carlos Gumucio se le pareció tanto a Eliseo, también en el uso frecuente y fervoroso del alcohol como materia para calmar los malos sueños. El recuerdo de ambos, el de Eliseo, el de Juan Carlos, traído a la actualidad por la lamentable muerte de quien fue su amor, me llevó a uno de los mejores textos sobre la amistad que he leído nunca, y que viaja conmigo casi siempre: Retrato de un amigo, de Natalia Ginzburg (Acantilado), sobre el gran Cesare Pavese, que se suicidó un agosto tórrido de Turín. Releo algunos párrafos pensando en Gumucio, pensando en Eliseo.

Ahora nos damos cuenta de que nuestra ciudad se parece al amigo que hemos perdido y que tanto la amaba; es, como era él, laboriosa, ceñuda en su actividad febril y terca, y, al mismo tiempo, apática y dispuesta a holgazanear y a soñar. En la ciudad que se le parece, sentimos revivir a nuestro amigo dondequiera que vayamos. En cada esquina y en cada vuelta creemos que puede surgir de repente su alta figura con el abrigo oscuro de trabilla, el rostro oculto tras el cuello, el sombrero calado hasta los ojos...

(...) Murió en verano. Nuestra ciudad, en verano, está desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza. (...) No estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como un forastero".

Terminó Robert Fisk así el obituario que en febrero de 2002 dedicó a Gumucio: "Esta semana, solo, cerca de su natal Cochabamba, sin teléfono, rota el alma, se suicidó este gran hombre".

Como escribió el poeta José Hierro para una de sus propias despedidas, no diré a nadie que estuve a punto de llorar.