Los isleños tenemos una forma de sentir el espacio y el tiempo muy característica. Son rasgos sutiles que influyen en nuestra personalidad, en nuestra manera de movernos por el mundo y de observar el exterior. Seguramente vienen condicionados por la limitación espacial, la estrecha convivencia, el orgullo y el amor por nuestra tierra y, sobre todo, por nuestra relación con el agua. Desde que nacemos el agua inunda nuestra existencia, es lo que nos une y nos separa del resto del mundo, nos da de comer, de beber, nos proporciona refresco y nos consuela. Cuando nos alejamos del océano sentimos un vacío que no desaparece hasta que volvemos a tener la visión infinita del horizonte marítimo, el sonido de su impacto contra la tierra, el olor a salitre y la fresca brisa marina.

Tenía dos años cuando vi llover por primera vez en la primavera de 1975 y tal fue mi sorpresa que es el primer recuerdo que conservo. Esa lluvia clausuró un periodo de sequía que en Las Palmas duraba varios años. En aquel entonces mi infancia giraba entorno al agua, cada día nos bañábamos en la playa, jugábamos en el mar y nunca faltaba como tema de conversación mientras mirábamos al cielo esperando respuesta. El agua era un tesoro, una bendición, un bien escaso que cuando faltaba afectaba cada minuto de nuestra rutina. En casa, cuando el depósito de agua se estaba agotando, las duchas se reducían a segundos, se llenaban los pasillos de cubos de agua para cubrir ese día o dos que el camión cuba tardaba en llegar para que nuestra vida volviese a la normalidad. Todavía arrastro esa conciencia de la escasez del agua y me cuesta entender que en algunos lugares, como el Valle de Arán, el agua sea gratuita porque, aunque ríos como el Garona nacen en sus montañas, abrir el grifo y que de allí salga agua potable tiene un valor enorme.

En esas montañas del Pirineo vi, de muy niña, por primera vez el nacimiento de un río y, con ese asombro infantil en el que cabe todo, esperaba que en algún momento el agua dejase de brotar como pasa en nuestros barrancos. Pero el río continua su curso, regalando vida por donde pasa y siendo el motivo principal de asentamiento urbano.

En su poema Arte poética, Borges dibujaba un símil entre el tiempo y el río:

"Mirar el río hecho de tiempo y agua

y recordar que el tiempo es otro río,

saber que nos perdemos como el río

y que los rostros pasan como el agua"

Nunca he dejado de maravillarme al pasear por grandes ciudades europeas con sus ríos y los puentes que cuentan su historia, como el Tíber al que le debemos la fundación de Roma. Allí como en ningún sitio se puede respirar historia, cruzando el puente Sant Angelo, que ha sobrevivido a milenios de movimiento urbano y político, desde que lo construyó el emperador Adriano hasta acabar flanqueado por diez ángeles de Bernini. En Estambul, el Bósforo separa y une Europa a Asia y da esa sensación de inmensidad y situación estratégica en la que reparó Leonardo Da Vinci cuando le ofreció al sultán un proyecto de puente para unir las dos orillas del cuerno de oro. La música del Danubio cruza Europa de oeste a este y deja una estela sin la que no existirían ciudades majestuosas como Viena o Budapest. Londres y París también le deben su magia a sus ríos, fuente de inspiración de pintores, escritores y cineastas.

Las ciudades con río y mar son todavía más afortunadas, como Lisboa, que disfruta de agua salada y dulce, con el último respiro del Tajo al llegar al Atlántico. Hay ciudades en las que el agua entra y se enreda con la urbe, como Venecia con su forma de pez, Ámsterdam o Copenhague con sus canales o Estocolmo con sus 14 islas que se extienden a uno de los archipiélagos más importantes y bellos de Europa. Todas ellas han tenido una gran tradición marítima en donde el agua ha sido siempre el elemento omnipresente.

La Premio Nobel Gabriela Mistral escribía en su poema agua:

"Hay países que yo recuerdo

Como recuerdo mis infancias.

Son países de mar o río,

De pastales, de vegas y aguas..."

Los países de Mistral son esas ciudades que enamoran con sus ríos o sus mares, en las que, hasta un isleño, podría perderse, y olvidar, pero sólo durante un tiempo, las corrientes marinas con olor a salitre de su patria chica.

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