El encuentro tiene lugar en un espacioso salón que se intuye muy luminoso, aunque es imposible saberlo a ciencia cierta, ya que todas sus ventanas y contraventanas están cerradas a cal y canto para impedir la mirada curiosa de vecinos y transeúntes, así que la luz natural ha sido indefectiblemente sustituida por la de una lámpara que va cambiando de color cada pocos minutos: rojo, verde, azul, violeta? Huele a limpio, a suelos desinfectados con mucha frecuencia, y el mobiliario, aunque no lujoso, es cómodo y funcional. Lo cierto es que si no fuera por el pequeño aunque bien surtido bar, con barra incluida, ubicado en una esquina de la estancia y esa luz polícroma, escasa y algo molesta, aquel salón bien podría haber sido el de cualquier hogar de una familia de clase media española, con mullidos sofás, televisión de cuarenta pulgadas y una librería con libros y algunos adornos. Pero es el de una casa de citas, o de putas, o burdel. En realidad hay muchos nombres para denominar al espacio donde se ofrece y ejerce el oficio más antiguo del mundo, pero todos son lo mismo. O no.

Concretamente, este espacioso chalet ubicado estratégicamente en un discreto rincón de un barrio residencial es una casa de día, es decir, que permanece abierta durante todo el día y cierra sus puertas antes de medianoche y eso, tal y como explica Vanesa, una guapísima morena de dulce sonrisa que se expresa con un lenguaje sorprendentemente rico e instruido, marca una importante diferencia con respecto a las casas de noche, en las que la presencia de drogas y alcohol es inevitable. "Muchas de ellas hasta crean un negocio paralelo al de la prostitución sirviendo copas a precios disparatados o vendiendo cocaína", asegura, "pero es que el tipo de clientela de las casas que están abiertas de madrugada no tiene nada que ver con el nuestro. Aquí viene de todo: desde basureros hasta jueces o deportistas profesionales e incluso algún que otro religioso, pero no solemos recibir a cocainómanos o alcohólicos, porque son una clientela más habitual en las casas de noche".

Vanesa habla deprisa, apasionadamente, y no tiene reparos en llamar a las cosas por su nombre. "Están los que se escapan del trabajo y se acercan a la casa para un encuentro rápido, pero también los que se quedan tres o cuatro horas, porque no vienen buscando sexo exclusivamente, sino también conversación, compañía", prosigue. "En ocasiones alguno hasta aparece por aquí en pijama y pantuflas, casi a la hora del cierre, diciendo que no puede conciliar el sueño y viene a relajarse, y más de uno se presenta con ropa de deporte porque les cuentan a sus mujeres que salen a correr o a montar en bicicleta? Hay de todo y, afortunadamente, la mayoría sólo demanda un poco de sexo convencional, sin grandes perversiones, aunque también hay mucho enfermo... Desde luego, la gente no se da cuenta de la gran labor social que hacemos. La de violaciones o actuaciones pederastas que evitamos con nuestros servicios. Para que después no podamos ni cotizar en la Seguridad Social y tengamos que pagarnos un seguro sanitario o recurrir a la medicina privada si nos vemos obligadas a acudir al médico, por ejemplo, por culpa del gran vacío legal que existe en torno a todo lo que tenga que ver con nuestra profesión".

Ninguna de ellas, sin embargo, parece temer por su seguridad ni su integridad física. "Tomamos muchas precauciones y además nos sentimos muy arropadas aquí, en la casa, porque nos apoyamos mucho entre nosotras", explica Vanesa. "Además, siempre que tenemos que salir a hacer servicios a domicilio, que incluyen tanto casas particulares como hoteles, Marisa se asegura muy bien de verificar todos los datos del cliente antes de dejarnos ir. Y si tiene la más mínima duda, no vamos. No corremos absolutamente ningún riesgo".

Marisa es la dueña del negocio, una señora ya entrada en años que aterrizó en este sector no hace tanto y "sólo porque, en un momento dado de mi vida, el único puesto de trabajo que encontré fue el de encargada de un salón de masajes", asegura. Con el tiempo, cuando adquirió la experiencia necesaria, Marisa terminó montando su propia casa de citas y actualmente trabajan para ella media docena de mujeres, "las chicas", como se llaman entre ellas cariñosamente, de edad y procedencia variada y a las que dice tratar como si fueran sus propias hijas, protegiéndolas y cuidándolas.

Como es natural, ninguna de ellas quiere dar a conocer su verdadero nombre, al fin y al cabo, incluso más que un cuerpo escultural o una cara bonita, el requisito verdaderamente imprescindible para poder dedicarse a la prostitución es la discreción, "y mucho más en un sitio tan pequeño como este, donde todos se conocen", afirma Vanesa, especialmente sensible con este tema, ya que tiene marido e hijos y su familia cree que se dedica a algo completamente diferente.

La más joven de las chicas, Michelle, de ascendente asiático y hermosos ojos rasgados, llegó a Gran Canaria desde Barcelona hace apenas dos años, y con tan sólo veintitrés primaveras, persiguiendo a un novio que la puso de patitas en la calle no mucho después de que empezaran a vivir juntos. "Poco antes me habían echado de la cadena de supermercados en la que trabajaba de cajera, así que ¿qué iba a hacer? ¿Irme debajo de un puente?", inquiere, cruzando los brazos sobre el pecho, desafiante. "Ahora vivo aquí desde hace un año, Marisa me trata como una madre y puedo invertir lo que gano en estudiar idiomas o comprarme mi propio ordenador. No es que haya normalizado mi situación, pero no sirve de nada que me coma el coco y me amargue y no me planteo demasiado mi futuro".

Al contrario que Michelle, aún muy joven pero ya desengañada con el mundo y con la vida, que asegura que terminas por acostumbrarte a mantener relaciones sexuales a cambio de dinero y que "mejor acostarte con alguien que te paga que con una persona que te hace creer que siente algo por ti para luego desaparecer y romperte el corazón", Vanesa está convencida de que uno jamás se acostumbra a que la bese y toque un desconocido que, en la inmensa mayoría de los casos, no le resulta en absoluto atractivo. "Hay que tener mucho estómago", asevera, "de hecho, tengo compañeras que han terminado desarrollando problemas de piel de tanto ducharse, porque te sientes sucia y eso no se puede evitar, pero también tenemos que tener muy claro que estamos representando un papel, y no sólo nosotras, sino también ellos, que se inventan una personalidad diferente desde que atraviesan esa puerta. Es todo puro teatro. Así que cuando uno de mis clientes de más edad me dice que me quiere, que quiere retirarme y casarse conmigo, yo me río, porque sé que es sólo una pose, parte del teatro. Evidentemente, además, ninguno de ellos sabe que yo ya estoy casada y tengo mi familia esperándome en casa".

Y sin embargo, y contra todo pronóstico, el tópico promovido por la taquillera película Pretty woman, en la que un multimillonario se enamora de una prostituta, también ocurre en la vida real. "No es habitual, obviamente", constata Vanesa, "pero sí se han dado casos de hombres muy ricos, jóvenes y guapos, igualitos a Richard Gere, vamos, que se acaban enamorando de la chica con la que suelen acostarse y la retiran. De hecho, existe el caso de una pareja muy conocida en esta ciudad que fue exactamente así como se conoció y ahora los dos viven juntos y son aparentemente felices, aunque yo, personalmente, tengo el convencimiento de que quien te conoce en este mundo nunca deja de relacionarte con él, aunque sea en su fuero interno, y que eso acaba afectando a la relación".

Ingresos

Con respecto a sus ingresos y al porcentaje que se queda la casa de citas, Vanesa se muestra muy reservada. "Todas entramos en esto por necesidad, pero hay algunas que nos conformamos con ganar lo suficiente para pagar las facturas y otras que se acomodan y se acostumbran a un nivel de vida alto", explica. "Yo, por ejemplo", prosigue, "si en un día he hecho ya suficiente para cubrir mis expectativas, no sigo presentándome cuando llegan nuevos clientes y así dejo que sean mis compañeras las que trabajen, aunque, por lo que sé, esto no es habitual en las casas de citas, en las que la mayoría de las chicas van a sangrar al cliente sin contemplaciones, ni con ellos, ni con sus compañeras. De todas maneras, ya no se consiguen los dinerales que se conseguían antes de la crisis y la verdad es que siempre ha sido mucho menos de lo que la gente cree. Además, que nadie se olvide de que lo que se gana en esto puede ser dinero rápido, pero desde luego no es dinero fácil".

Lo cierto es que las tarifas por los servicios de estas chicas, sin ser acompañantes del más alto nivel, cuyos precios suelen ser astronómicos, no son bajas: 70 euros por media hora y 150 por una entera. "Servicios especiales" aparte. Y son ellas las que deciden si aceptar o no el tipo de servicio que el cliente solicita o incluso al cliente en sí mismo. "Recuerdo una vez", rememora Vanesa, "que no me gustó cómo me trató un cliente, así que la siguiente vez que vino a la casa, cuando preguntó por mí, yo me presenté pero sólo para decirle que eligiera a otra de mis compañeras porque no me había gustado cómo me había tratado la vez anterior. El muy déspota se sacó del bolsillo un billete de 100 euros y lo tiró encima de la mesa, pero yo me mantuve en mis trece y no me fui con él. Seré una puta, pero tengo mi dignidad y no consiento que nadie me maltrate".

A medida que avanza la mañana y las manecillas del reloj se van alejando de las once en punto, hora de apertura de la casa, las llamadas a sus varios teléfonos e incluso al timbre de la cancela de la entrada van siendo cada vez más frecuentes. "Es cierto que la crisis nos ha afectado mucho, igual que a todos, pero reconozco que no nos falta clientela", confiesa Marisa, con su áspera voz de fumadora consagrada. En un momento dado tenemos incluso que correr a escondernos en la cocina, alertados de la presencia de un posible cliente, a quien, lógicamente, incomodaría nuestra presencia allí. La sensación de clandestinidad y un cierto grado de estrés son dos de los eternos acompañantes de estas chicas en su jornada laboral, y contagia a todo aquel que comparta su entorno durante el tiempo suficiente.

A pesar de ello, cuando los clientes no las reclaman, la mayoría pasa el día viendo la tele, estudiando, navegando por internet, leyendo o, sencillamente charlando entre ellas, como lo haría cualquier mujer que se viera obligada a convivir con varias de sus congéneres durante doce horas diarias. "No somos distintas de las demás mujeres", asegura Vanesa, poco antes de despedirnos. "En el fondo todas somos putas, pero cada una tiene un precio diferente. ¿O es que acaso esas mujeres que sólo están con sus maridos para que las mantengan son diferentes a mí? Pero al fin y al cabo, ¿quién soy yo para juzgarlas? ¿Quién es nadie para juzgarme a mí?".