"¿De quiénes son las rejas, de ustedes o nuestras? Nosotras vivimos de la reja para acá, estamos enclaustradas pero libres". Sor Isabel lleva más de media vida con el hábito blanco de las Orden de Predicadoras, tras los imponentes muros del convento de Santa Catalina de Siena, en La Laguna. El mundo exterior le cabe en una ventana de dos palmos asomada a la calle desde el alfeñique de esta construcción del siglo XVI, que apenas abren; del otro lado, el cielo proyecta su luz sobre las baldosas del monasterio.

Monjas de clausura. Siempre las hemos querido imaginar en sombras. Es difícil entender cómo voluntariamente se decide dejar atrás los abrazos de la familia, los paseos por la calle, el contacto con los amigos, la información, la sexualidad...la vida. Rodar dentro de un convento fue uno de los mayores retos del documental Cautivadas, que refleja las similitudes entre comunidades de mujeres muy distintas. Un documental es también un ejercicio que exorciza fantasmas, los de ellas y los nuestros. Las sombras dejan de ser sólo manchas oscuras y se perfilan con más luz. Este reportaje recoge algunos momentos vividos durante la gestación del proyecto junto a las siete religiosas del monasterio lagunero, que además ayer celebraba el 283 aniversario del fallecimiento de Sor María de Jesús, conocida como La Siervita.

La primera vez que fui a la Iglesia de Santa Catalina de Siena, estaba vacía. Pensé que tenía sólo para mi la atención de todos aquellos santos. Me senté con la esperanza de que me atendiera la madre superiora. Estaba nerviosa y me impactó pisar el impoluto patio de las visitas, pero nada comparable al encuentro con Sor Cleofé. Sobre el hábito tenía un delantal a cuadros y miraba interrogante tras sus gafas redondas y empañadas. Estaba acelerada, había llegado sin avisar e interrumpido su orden de tareas diarias.

De su mano conocí al resto de las hermanas: "La vida comunitaria es fácil y es difícil. Venimos todas de distintas familias, distintas culturas, somos completamente distintas pero también es una riqueza porque nos complementamos". Tres de ellas acaban de ingresar en el convento llegadas de África; son jóvenes absolutamente decididas a quedarse allí "hasta el último día de sus vidas, si Dios quiere". Sor Aurora lleva unos pocos años en la comunidad, procedente de Perú. El resto son de las Islas.

Sor Cleo habita en el convento desde hace 50 años; era muy joven cuando dejo atrás su pueblo de Moya para residir permanentemente en La Laguna. Todas son mujeres felices, prudentes , delicadas, generosas, de alguna manera parecían predestinadas a vestir siempre de blanco. "Somos una familia muy feliz, nos ayudamos unas a otras haciendo el trabajo de cada día, mi entrega me hace feliz". La definición de Sor Luci quizás no concuerde con lo que hoy es la dinámica de una familia, en la que cada uno va por su lado. Estas mujeres comparten un vínculo inquebrantable: permanecer unidas en los mismos espacios y destinos.

Todas sintieron una llamada ineludible, una voz que decía "sígueme". En ellas no hay vehemencia, es sorprendente la naturalidad y la honestidad con la que hablan de algo tan rotundo y sacrificado, la vida contemplativa. "Si me preguntaras a mí ¿qué sacrificaste? Pues, por ejemplo, tener un hijo, es una renuncia muy importante". Sor Isabel toca aquí una cuestión sensible, la renuncia a la maternidad.

"Si a una madre de familia cuando va a contraer matrimonio le pusieran un vídeo de lo que va a padecer a lo largo de la vida, se echaría a correr y no contraería matrimonio. ¿Qué pasa con nosotras? Pues algo similar, pero cuando uno ama, el sacrificio se supera". Así explica Sor Cleo la clave para sobreponerse a las dificultades de la vida, no sólo la monacal.

Un orden único

En esa neutralidad del espacio, de las hábitos blancos de las monjas, del sonido de la fuente del patio central, de la naturaleza que vive dentro del convento inmune a una ciudad en constante movimiento, está la antítesis de un mundo confuso, en batalla permanente. Ahí dentro reside un orden único. Ellas salvaguardan ese sosiego caminando casi de puntillas, hablando bajito, administrando todas sus tareas con fiel determinación de que cada acto cotidiano, por muy pequeño que sea, es importante: barrer el patio, remendar el hábito, planchar, sacarle brillo de rodillas a las baldosas de la iglesia. Es un acto de entrega impecable, observarlas es sorprendente.

Pero esa no es la idea que tenemos de las monjas de clausura, siempre las imaginamos apartadas de cualquier tarea que tenga que ver con lo cotidiano, casi levitando. Descubrirlas como mujeres pisando tierra es emocionante.

¿Hoy en día quien entiende la vida contemplativa? ¿Qué es una monja de clausura? ¿Mujeres que viven tras unas rejas, que rezan por los vivos y por los muertos para que Dios interceda a través de ellas por nosotros, y que venden dulces artesanos y escapularios para sufragar la orden? Muchos piensan que están ahí por una desengaño con un novio que las dejó en el altar o que han huido del mundo tras un hecho dramático. Indudablemente son seres de otro mundo: capaces de renunciar a todo, hasta a sí mismas, actos de valentía y sacrificio tan inusuales que las coloca en otro lugar muy diferente al nuestro.

"A veces decimos que nosotras hacemos el voto de pobreza y lo viven otros, porque tenemos en la vida comunitaria todo resuelto. ¡Y cuántos pobres de fuera no tienen ni una comida diaria!" Esta reflexión de Sor Isabel las acerca con honestidad, aunque sea inevitable la distancia que nos separa de su vida intramuros.

Dentro del convento viví acontecimientos que marcan y unen para siempre: la muerte de Sor Bernardina y la consagración de Sor Florence. "Hoy me caso" decía nerviosa el día de su boda con Cristo. Durante la ceremonia hay un momento clave, la postración, resumida en las solemnes palabras del sacerdote que oficia el acto: "Con este gesto, Sor Florence expresa cómo se siente abrumada por el amor de Dios, que la elige inmerecidamente, reconociendo al mismo tiempo su pequeñez y su debilidad". Florence recibe a Dios tendida en el suelo con los brazos en cruz.

Es el ejemplo de la rendición absoluta. Después de haberlas conocido, entiendo que renacen, mueren para que otra vida comience, una vida aislada del exterior pero unida íntimamente al mundo. Pueden escuchar y pedir intercesiones para nuestros pesares y ansiadas peticiones, pero para eso necesitan olvidarse de ellas mismas y dejar paso al silencio que habita tras los muros.