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Gastronomía

En verano, higos e higos picos

Dos vegetales distintos, mediterráneos y mesoamericanos, pero de frutos parecidos se toparon en Canarias y protagonizaron parte de su historia

Arriba, imagen de tuno rojo, que se cultiva en Telde. Sobre estas líneas, una roca, una isla, abrazan dos culturas en forma de frutas. M.H.B. / A. SOLANO

La presencia de la higuera en Canarias es bien antigua ¿La trajeron los primeros pobladores bereberes junto a sus animales domésticos, cereales y legumbres? No ha muchos años los textos de la Conquista daban por seguro que la introducción se debió a los misioneros mallorquines que precozmente, en el XIV, se habían adelantado a la invasión; teoría que anotó el clérigo, y poco riguroso cronista, Abreu y Galindo; sin embargo las crónicas de la expedición de reconocimiento, llevado a cabo por N. da Recco en 1341, confirman su existencia en la Isla, incluso avistable desde la costa, así como el pasado de su fruto. Pero las controversias finalizaron merced a los modernos arqueólogos, quienes, tras meticulosos trabajos en cuevas del barranco de Guayadeque y de Arguineguín, pusieron en evidencia la más antigua presencia del fruto, que los aborígenes llamaron, al parecer, tehaunenen.

El higo de la Ficus carica ha gozado en la Isla de especial importancia, se plantó por doquier; a la vez que se encontraba entre las frutas preferidas, la permisividad para pasarla le confirió la condición de alimento nutritivo y apreciada conserva; un epicúreo Viera y Clavijo se hizo eco de ella y resaltó que "las brevas negras de los alrededores de la ciudad de Canarias (Las Palmas de GC) pasan por ser las más crecidas y deliciosas del mundo".

Y así como la venerable higuera reclama una racional cantidad de agua para su sostenimiento, un indeterminado día llegaron desde Mesoamérica las primeras pencas de tunera: Opuntia ficus (higo) indica, planta que en apariencia se desarrolla con rigor monacal en áridos parajes pero diezma la humedad del subsuelo.

Desde el punto de vista de un aficionado a la botánica resulta curioso comprobar cómo se quiere ver en los frutos de ambas plantas, americana y mediterránea, similitudes; de hecho en Andalucía se le llama al de la primera "higo chumbo"; en Canarias, entre otras, "higo pico", y, peor aún, en Cataluña "higo moro". Y algunos se preguntan por qué la tunera o nopal -planta casi testimonial en el campo peninsular- ha sido perjudicial para la conservación de la humedad. La explicación es que aparte de aclimatarse de forma sorprendente pasó a convertirse en extensísimas plantaciones, y por ende en una nueva y salvadora fuente económica tras la catastrófica caída del vino. Pero ese interés no sería por su fruto -considerado por muchos como basto, asilvestrado y grosero- sino porque en sus pencas o palas se desarrolla el Coccus cati, hemíptero conocido vulgarmente como "cochinilla", del que se obtiene el mejor e inocuo de los tintes; cuestión que dio pie a un masivo cultivo y lucrativo comercio.

El negocio duró desde 1845 a 1866 (los mejores años), cuando se inventa la anilina: colorante sintético. Canarias, pues, cumple por segunda vez con el rol de exportador internacional de insumos para tintes; bueno es recordar que el motivo menos romántico que movió al primer conquistador, Jean de Bethencourt, fue la orchilla, liquen marino del que se obtiene un bonito púrpura y del que el normando quería hacer acopio para surtir a sus telares en Normandía.

Mas el negocio de la cochinilla difiere de los otros grandes monocultivos que han distinguido a las islas: azúcar, vino, plátanos y tomates. Y se asemeja al del turismo, puesto que muchos modestos isleños, a través de pequeñas inversiones como la adquisición de uno o dos apartamentos, vienen obteniendo rentas marginales. Pero el de la cochinilla sorprende: cualquier pobre que dispuso de unos metros de arrifes se benefició de él sin inversión alguna. El dinero corría alocadamente; Olivia Stone dejó anotado al paso por Arucas que los viajantes de joyería, nada más llegar al pueblo, vendían sus mercancías en un periquete.

Sin embargo en Canarias aún no se le ha sacado, gastronómi-camente, todo el partido a las pencas (como se hace en Mesoamérica; en México aparece hasta en su escudo) ni al tuno, que una vez pasado se conoce como porreta. Nos contaba hace unos días el e ilustrado letrado Ricar-do Rodríguez Martinón que, por los pasados años setenta, don Vicente Belloch los exportaba a Inglaterra; en su almacén de la calle de Simancas, del popular barrio de Guanarteme, les quitaban los espinos, los envolvía, uno a uno, en papel seda de distin- tos colores con una zona circular transparente que dejaba ver la peculiar "corona" del fruto y los empaquetaban en cajas, como los bombones.

Disponemos todavía de tunos blancos, amarillos e indios: pequeños y rojos, y acabamos de descubrir en el Mercado Central otro: el colorado, que tiene el color del indio, pero la forma de los otros, y se cultiva en Telde.

Y dadas las circunstancias les proponemos un refrescante plato de verano que encontramos, curiosamente, por los pasados años 80 en un semanario británico de gastronomía: tome un par de tunos blancos bien fríos, de los llamados moscateles, córtelos por la mitad a lo largo y sírvalos junto a un par de generosas lonchas de buen jamón. Así que dejemos por un tiempo el melón con jamón, entremés muy de los Papas sobre todo durante las temporadas estivales en su palacio de Castelgandolfo, donde se dan unos melosos melones. Y el dulzón jamón, obvio, el de Parma, de cerdos cebados con el dulzón suero sobrante de la elaboración del rey de los quesos, el salado Parmesano.

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