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Cine 'Mi gran noche'

La noche que nunca tuvimos

La noche que nunca tuvimos

Comparar Mi gran noche con cualquiera de las galas de variedades de Nochevieja que Televisión Española ha realizado en los últimos 40 años es una labor que no me atrae demasiado, entre otras cosas, porque el formato de programa me interesa más bien poco. En su último trabajo, Álex de la Iglesia ha intentado visualizar el espíritu hortera de aquellas galas inacabables, dando origen a una película deshilvanada y terriblemente pueril. Si las canciones de Raphael son capaces de seducir a los oídos menos inflexibles, Mi gran noche está hecha para miradas sin ninguna exigencia, es decir para los amantes de la gratuidad y la intrascendencia.

Mi gran noche es un catálogo de situaciones típicas de comedia planteadas sin originalidad ni apuntes renovadores, mimético en sus formas e incapaz de sacar partido a las constantes del género. En este rancio celuloide que oscila entre los hermanos Marx más reblandecidos y el disparatado universo de Mortadelo y Filemón, los enredos son previsibles, las confusiones premiosas y los gags insípidos.

Ni siquiera su manifiesto anacronismo ni la palmaria irrealidad de la historia enderezan el torcido rumbo de la película que avanza a trompicones a partir de lugares comunes extraídos de la pequeña pantalla.

¿Qué queda de relevante tras esta exposición? Nada. O lo que es lo mismo, las gracias de los personajes. Álex de la Iglesia ha manifestado en una entrevista que nunca habría soñado contar con el plantel de actores que ha tenido a su disposición en Mi gran noche. No le falta razón, al menos en lo que respecta a los actores secundarios (Carlos Areces, Pepón Nieto, Terele Pávez, Carolina Bang, Ana Polvorosa), que bordan sus respectivos personajes y hacen buena una de las enseñanzas de la comedia clásica, cuyo modélico engranaje necesitaba siempre de esos mal llamados secundarios para encontrar el tono definitivo.

Por lo que respecta a los personajes principales, el resultado no es tan convincente. Raphael no se esfuerza en demasía en un personaje que le viene como anillo al dedo y Mario Casas padece el mismo síndrome de la exageración por la exageración que, en otro registro, daba al traste con su personaje en la anterior película de Álex de la Iglesia, Las brujas de Zugarramurdi.

Cierto que el director bilbaíno tampoco se muestra muy convincente a la hora de dirigirlos. Acaso porque como dice aquel refranero popular: el que tiene buena noche, no puede tener buen día. Y en este caso, ni siquiera eso.

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