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Gastronomía

La esnobocracia se sienta a la mesa

Alguna que otra reflexión en torno a la comida en los restaurantes, viejas costumbres del imperio, las normas del duque de Bedford, el vuelco social y los absurdos enunciados de algunos platos

La esnobocracia se sienta a la mesa

Una vez, de viaje por Francia, un inglés con el que entablé conversación me contó que hubo un tiempo en que nadie en la posición de un caballero debería dejar de advertirles a quienes le acompañaban en una mesa extranjera la imperiosa necesidad de no pedir algo para comer que fuesen incapaces de pronunciar. Eso, bajo ningún concepto. Como es natural, el asunto de encargar una comida en lugar ignoto quedaba sujeto a severas y poderosas limitaciones.

Apenas soy capaz de decir buenos días y buenas tardes en alemán, de modo que desoyendo las viejas sugerencias del imperio británico me atreví a un doble salto mortal hasta que la sonrosada y esbelta camarera de un gasthaus berlinés, con el enunciado de los platos en grafía gótica, interpretó que lo que realmente quería comer aquel día era pato. Todo ello después de ponerse ella misma en la grotesca circunstancia del ánade y lanzar cuatro o cinco cuacuás al viento. Pude comer pato pero el precio fue renunciar a comportarme como un caballero en la mesa y, en cambio, aceptar la rebajante condición de rufián. Por no hablar de la situación inaceptable en que puse a la rubicunda y amable empleada dispuesta a todo con tal de complacer a un cliente demasiado torpe y desesperado.

Nunca pidas en un restaurante extranjero lo que eres incapaz de pronunciar, las palabras aún resuenan en mi cabeza cada vez que, con la curiosidad excitada, miro alrededor a ver lo que pasa en la mesa de al lado con unos ingleses o unos franceses despistados que miran la carta de arriba abajo y de abajo arriba buscando entender su verdadero significado. Por culpa de ello pasé uno de los mayores ridículos ajenos en Filgmüller, de Wolzeille, paralela a la gran catedral vienesa, la popular Steffi, un establecimiento que honra el wiener schnitzel (escalope), cuando en la larga mesa contigua unos compatriotas se empeñaron en pedir para comer codillo de cerdo, que el restaurante no tenía en su estricta carta, y para hacerse entender acabaron algunos de ellos mostrándole sus codos al camarero espantado que no sabía dónde diablos meterse.

Jay Rayner, periodista y crítico gastronómico británico, dio la vuelta al mundo en busca del menú perfecto sin escatimar en gastos pero no siempre con buenos resultados. El fruto de aquello fue, sin embargo, El hombre que se comió al mundo, un libro que le hubiera gustado escribir a cualquier profesional del ramo. Sentado en el pretencioso Le Grand Véfour, en la galería de columnas que da al Palais Royal parisino, se decidió a pedir en los postres una crema quemada de alcachofas, no porque le apeteciese -¿a quién en su sano juicio le puede apetecer comer una crema quemada (crème brûlée) con alcachofas?-, sino porque quería experimentar con el horror para poder contárselo después a los lectores.

La comida ha pasado convertirse en una azarosa aventura y como tal hay que narrarla. La vida de un escritor gastronómico no siempre es un camino de rosas. El crítico de restaurantes también padece, y mucho más si tiene la obligación, como le sucedió a Rayner, de comer o cenar durante siete días seguidos en siete restaurantes parisinos con tres estrellas Michelin. Caso de Le Grand Véfour, donde los camareros tan altivos como encantados de conocerse, no dan tregua al abrumado comensal que se atreve a sentarse a la mesa de, por ejemplo, Napoleón. Se trata de ese tipo de empleados que buscan vengarse del cliente forzándole a que pida un plato del que no sabe pronunciar su nombre o que aguardan con una repugnante sonrisa de suficiencia a que patine en la carta de vinos para poder recomendarle uno muy caro que en un principio no estaba dispuesto a beber y mucho menos a pagar.

Los esnobs británicos han circulado tradicionalmente en la dirección inversa a los esnobs de otros lugares del mundo. Como sucede en las carreteras conducen en el sentido contrario que el resto. El decimotercer duque de Bedford murió en Francia habiendo aprendido a pronunciar los nombres de los platos en francés, sin embargo mantuvo como norma y criterio que los restaurantes eran un asunto demasiado complicado y, en muchos casos, resultaban inaceptables por la exigente esnobocracia británica. A mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, fecha en que se publicó The Duke o Bedford's Book of Snobs, pensaba que no comer en casa y que le sirva a uno el personal que ya conoce es una suerte de bajeza, y que la comida fuera de ella es necesario abordarla con sumo cuidado y reserva. Clasificaba los restaurantes en vulgares, incómodos y malos a rabiar. No hay que culparlo por ello tratándose la mayor parte de las veces de Londres y de los años de los que estamos hablando. No obstante, el propio Bedford, de nombre John Ian Robert Russell, admitía que durante un tiempo, y dados sus limitados recursos, se vio obligado a aceptar las invitaciones de quienesquiera con tal de poder llevarse algo a la boca, y que la experiencia culinaria resultó ser irregular. Les dejo con el mismísimo duque: "La Alta Sociedad era un glorioso comedor de beneficencia para mí. Enfundarme un esmoquin y dar buena cuenta de una suculenta comida era, después de todo, una buena forma de no pasar hambre. En la mayoría de los casos, la comida era mejor que la de los comedores de beneficencia: y la compañía y la conversación, por norma general, peores". Bedford consideraba que no se debía servir nada enlatado, con la excepción de caviar o foie gras, y que beber café con el plato principal, una costumbre arraigada en Estados Unidos, supondría el final de la civilización europea.

Nuestro hombre, último mohicano en una forma de interpretar las viejas normas del imperio, murió no hace todavía demasiado y, mientras tanto, le costó entender el vuelco que había dado la vida al aceptar por razones existenciales el trasvase de la esnobocracia de los salones a los restaurantes, con resultados en muchos casos catastróficos.

Como saben, existe una comida hecha por fantasmas y para esnobs que empieza desde el propio enunciado del plato y termina en la factura del restaurante donde uno lo ha comido sin explicarse por qué le ocurriría tal cosa. Desde el momento en que el comensal mira la carta se da cuenta si pisa o no territorio fantasma. Platos con largos enunciados que describen hasta la procedencia de una patata, por ejemplo de Álava, como si se tratase de un hecho excepcional. O que le ponen el artículo delante a la merluza o al filete, feísima costumbre o galicismo, de manera que el cliente se asusta pensando que el producto en cuestión es único o sólo queda una unidad y hay que apresurarse a pedirla o cederla a quien le acompaña en la mesa. Un horror generalmente aceptado porque negar el esnobismo, en cualquiera de sus facetas y ramificaciones, es casi tanto como negar la existencia.

Y, como suele expresarse alguien a quien aprecio lo suficiente como para no citarlo, es así, pero no tanto, y así es, pero tampoco.

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