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Cine '45 años'

Secretos de un matrimonio

Charlotte Rampling, en un fotograma de '45 años'. LA PROVINCIA / DLP

Hay ocasiones en las que uno lamenta encontrarse con una película de hora y media que le hubiera gustado que durarse mucho más. 45 años de Andrew Haigh, otrora director de Weekend, es una de esas películas. El espectador se siente tan a gusto viéndola que no quiere irse del cine, y al marcharse ya está deseando volver a verla. Las fluctuaciones del gusto y la casi dictatorial influencia de las modas han provocado que películas como 45 años se estrenen a escondidas, como si se dijera, de tapadillo, en comparación con la expectación que despiertan los estrenos multitudinarios de franquicias como Star Wars.

No sé hasta qué punto una película como 45 años servirá para rehabilitar el cine alternativo (alternativo a los moldes y ataduras que imponen las grandes compañías cinematográficas), pero de lo que no cabe duda es que Haigh permanece fiel a sí mismo, a su peculiar sentido del cine. En 45 años, el cineasta británico reflexiona sobre las tortuosas relaciones que lo público y lo privado mantienen en el seno de un matrimonio, a través de un asunto tan espinoso como los secretos que todos tenemos dentro y que en cualquier momento, de repente, pueden ser desenterrados.

La película comienza con los preparativos de una celebración. Falta menos de una semana para que familiares y amigos acudan a una cena organizada por Kate (Charlotte Rampling) con motivo del 45º aniversario de su boda con Geoff (Tom Courtenay), un ingeniero jubilado con el que lleva casada desde 1969. Kate se muestra completamente entusiasmada ante la inminente conmemoración. Sin embargo, la llegada inesperada de una carta va a convertirse en una pequeña perturbación de consecuencias incalculables que amenazará la feliz convivencia. En ella, Geoff recibe la noticia del hallazgo en los Alpes suizos del cuerpo congelado de una antigua novia suya desaparecida cincuenta años atrás.

Si 45 años es una obra que inquieta, perturba y emociona es por la impresionante sensación de sabiduría interpretativa que desprende Charlotte Rampling, cuya entrega al personaje de Kate no es una novedad en ella. Hoy que todas las actrices se parecen unas a otras (y no me refiero a que compartan el mismo cirujano plástico), el rostro surcado de arrugas de Rampling es una bendita rareza. Desde que la descubrimos hace más de cuarenta años en Portero de noche no se ha parecido a nadie. Pero a diferencia de lo que muchos opinan, no es una actriz monolítica e inmutable, sino permeable: cambia en función del momento sin dejar de ser identificable. Ahí están para demostrarlo películas como Bajo la arena, Swimmin Pool, Melancolía y, sobre todo, ésta que nos ocupa, que le valió el premio a la mejor actriz en el último Festival de Berlín. No se puede ser más perfecta.

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