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Gastronomía

Dulces gallinas para viejos banquetes

Desde las pulardas de Campine del Congreso de Viena a la Demidov que el cocinero Moisson preparaba en la Maison Dorée, las aves nobles no han dejado de reinar en las celebraciones

Dulces gallinas para viejos banquetes

Una exaltación de la comilona -casi resulta inevitable referirse a ella en estas fiestas- la protagonizaron Talleyrand y el Príncipe de Ligne, cuando este último, gran personaje del Siglo de las Luces, surtió al primero, diplomático y estadista, de un arsenal irrepetible para sobrevivir en el Congreso de Viena, que no fue tan agotador como algunos han querido dar a entender, salvo por el vértigo del vals y los banquetes. Charles-Joseph de Ligne, que moriría poco después no se sabe si a causa de los excesos, encargó para la ocasión ostras de Ostende, gambas de Anvers, bacalao de Blakenberg, conejos de Estrasburgo, cabezas de cerdo de Alost, ternera de Gante, cordero de las Ardenas, capones de Brujas y pulardas de Campine, entre otras viandas selectas. Talleyrand quedó gratamente sorprendido de la iniciativa. Por encima del apetito hacia la buena mesa sobresalía su empeño por impresionar a quienes la compartían con él. Por eso, llegó a pagar los costosísimos servicios de Carême, uno de los grandes cocineros de la historia.

La pularda es el ejemplo de la dulce domesticidad, la gallina más gastronómica que existe. Muy apreciada por su carne rica en grasa infiltrada, ha inspirado uno de los platos más reputados de todos los tiempos: la poularda Demidov, que creó el chef Casimir Moisson en honor del príncipe Anatole Demidov, extravagante aristócrata ruso de gustos refinados, pufista redomado y un tanto violento. Poseedor de una inmensa fortuna, Demidov era, por decirlo de la manera más suave que se me ocurre, un sujeto de cuidado, abofeteaba a los criados, gastaba a manos llenas lo que tenía y lo que no, retaba a sus iguales y se dice que en un baile en San Petersburgo, en presencia del Zar, golpeó a su mujer, la princesa Matilde, una Bonaparte, que se había casado con él por dinero y tuvo que pagar con un calvario de matrimonio. Su notoria grosería no estaba reñida con el buen gusto culinario, a él se deben asimismo los famosos blinis de caviar y crema agria.

Moisson era otra cosa. Fue el glorioso cocinero de la Maison Dorée, abierto en 1841 en el Boulevard des Italiens encima de las ruinas del célebre restaurante Hardy. Xavier Aubryet solía frecuentarlo. Admirador de Gustave Flaubert, Aubryet era un espíritu contradictorio que defendía con vehemencia posturas y principios que él mismo no estaba dispuesto a asumir personalmente. Le gustaba fustigar a la burguesía y se dedicaba a parodiar los discursos oficiales. Por lo demás se comportaba de manera insolente. En el restaurante de Moisson la tenía tomada con un camarero que una noche no pudiendo contenerse más le propinó una bofetada. Tras ella le hizo una reverencia que la sabiduría popular acabaría atrapando como un signo manifiesto de rebeldía: "Antes de ser despedido quiero advertir al señor que, desde hace seis meses, escupo cada día en su plato". La Demidov de Casimir Moisson se presenta acompañada de un caldo de legumbres y trufas, con la carne tan tierna que se deshace en la boca entreverada con la piel y su sedosa textura. La trufa, al igual que sucede con la pintada de edad, liga perfectamente con las salsas ligeras que deben acompañar a cualquier ave.

Hay, no obstante, un par de detalles que tener en cuenta cuando se trata de cocinar un ave. Primero, el asado en un horno no tiene término medio. Carne muy caliente, absolutamente infernal, o fría. Nada de medias tintas. Caliente, buena; fría, también: cortada en finas lonchas con una juliana de hortalizas o echando mano de un chutney. Templada, la carne de ave sólo es potable en escabeche. También es fundamental el engorde con productos de primera: las cebadas y las avenas de los capones; las castañas cocidas; el pan con leche e incluso untado de vino dulce proporcionan sabores que el paladar agradece. Hay que comprar las aves que ofrezcan la garantía de haber sido tratadas con esmero y cariño. La crianza es primordial. Un ejemplo vecino son las famosas volailles de la localidad de Bresse. Se crían en libertad entre bocanadas de aire del Jura, cereales escogidos de granja y apetitosos bocados de hierbas y lombrices. Los pollos de Bresse tienen una cresta roja, como la de la pita pinta asturiana, y un plumaje blanco característicos que los hace distinguirse. Su carne es tierna y de un sabor extraordinario, con un aroma que procede de las finas capas de grasa. Los franceses reservan tradicionalmente los mejores ejemplares de granja de Bresse para estas fechas.

En la mesa navideña ocupan un lugar destacado detrás del típico foie gras y del boudin blanc, la típica morcilla blanca.

De gran utilidad culinaria y muy apreciada por los cocineros desde tiempo inmemorial es la paloma, que deja de llamarse pichón cuando cumple los veintiocho días de vida. La carne del pichón de cría no se diferencia mucho de otras jóvenes piezas de caza con plumas. Es roja y firme, muy sabrosa, incluso cuando está más cocida de la cuenta. Hay quienes la presentan en la mesa en dos cocciones, para poder apreciar todas sus cualidades y ternura.

Por Alain Ducasse conozco una preparación extraordinaria que consiste en unas empanadillas crujientes rellenas de los muslos deshuesados del pichón, acompañadas de una ensalada verde, huevos de codorniz fritos y unas escalopas de foie gras fresco como guarnición. La famosa pastela marroquí, la verdadera, consiste en un pasta leve rellena de una farsa de paloma, espolvoreada de canela y azúcar. El propio Ducasse, en su Diccionario del amante de la cocina, trae a colación y a propósito de los pichones a Jean-Marie Amat, uno de los mosqueteros de aquella nouvelle cuisine de los setenta. La sugerencia de Amat son unas supremas de pichón untadas con una mezcla de jengibre y miel, asadas a la parrilla, y con una pizca de canela y comino por encima. Se sirven acompañadas de sus menudillos salteados y de cebollitas glaseadas.

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