La Provincia - Diario de Las Palmas

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El año del elogio al garbanzo

Esa legumbre, que nos trajeron los fenicios, vuelve a gozar de una época de amor, quizá sea gracias a la más transnacional de las instituciones

Puchero canario

Estamos contentos. Quién nos iba a decir que la Asamblea General de la ONU declararía el 2016 Año Internacional de las Legumbres; garbanzos, judías y lentejas, mayormente, y arvejas y chícharos también, han sido objeto de amores y odios. El garbanzo fue de siempre ingrediente de la cocina popular, menestral y cuartelera. Y una de las fuentes de las desdichas, propias de esta etapa, fueron los repetitivos rebogaos de garbanzos, pues por los pasados años sesenta los sufríamos trufados de gorgojos. Al principio apartábamos los que tenían el okupa, pero eran tantos, y tanta era el hambre veinteañera, que al final nos los zampábamos todos. Así que no nos desagradaba cumplir con la obligatoria mili por mor de los sempiternos garbanzos, que también, sino por ese curculiónido negro. Era la comida cuartelera un asco; pero mira por donde, el soldadito español se adelantó a la boga actual: la entomofagia, chifladura del gourmet más snob.

Y esos cambios, esos amores y desamores, es cosa que viene de viejo: "En la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna -escribió el dr. Blanco Soler en su ensayo Comilones y sedientos- cayeron sobre los vegetales los más formidables dicterios y les achacaron cólicos, cálculos renales y hepáticos, melancolía y trastornos de los ojos. En el siglo XVII se les adjudicaron virtudes sobre la piel... El potaje "puls", hecho con cereales y legumbres, fue durante siglos la ración de la mayoría de los habitantes del mundo civilizado, y era un premio un plato de cereales mezclado con algún producto de carne, como judías con cerdo, por ejemplo, o los guisantes con tocino".

Cuando murió el Caudillo, y la economía siguió con su ascenso, las legumbres comenzaron a perder el favor del respetable; existe un axioma socioeconómico: a mayor nivel de vida menor consumo de garbanzos, al punto de que por los pasados ochenta apenas si ya los cosechábamos. Prácticamente desaparecieron, y los pocos que se encontraban venían de Méjico... Y aquellos garbanzos, judías, chícharos y lentejas de Lanzarote, de una calidad altísima, desaparecieron para siempre. Además, repartidas las encendidas dosis patrioteras: las envenenadas autonomías, nos abrazamos con sorprendente entusiasmo a las cocinas regionales, plagadas de legumbres; aunque eso sí: desengrasando o amanerando platonazos como la Fabada. Y las fabes, que llegaron a ser comida de gochus, pasaran a cotizarse en Bolsa.

Algunos tratados de gastronomía dan por cierto que las judías nos llegaron desde América; serían variedades del frixol o frejol, pues nosotros -que hemos buceado en unos cuantos libracos- sabemos que antes hubo una variedad procedente de China. Y si no ¿como el rey Favila pudo comer las fabes que le dieron fuerzas para vencer al oso? Hay otros mitos en la Historia de los alimentos; por ejemplo, no deberíamos de creer que todas las pimientas piconas (chiles) proceden de Méjico y luego se extendieron por el mundo gracias a los españoles, al Galeón de Manila; mítico barco enorme que hacía la célebre ruta comercial entre Acapulco y Asia pasando por Filipinas. Y triunfa acá el mantón de Manila. ¿Podemos creer que tailandeses, indios, vietnamitas... o sudaneses (que tienen la fragante sudaní, con la que se hace la gran salsa magrebí Harissa) y demás países de África las desconocían antes de que Colón pusiera patas arriba la dieta global?

De todas las legumbres, el garbanzo distingue al español del resto de los europeos; lo trajeron los fenicios, que trapichearon por todas las costas mediterráneas, del norte y del sur. Pero sería en Península Ibérica -y algo en el Magreb, en donde surge el Cuscús, que es el Puchero- donde triunfa absolutamente. Cierto es que en Italia se conoce, pero no ha gozado de aprecio; es más, los romanos se mofaban de los celtíberos por su desmedida afición a esa legumbre, que forma parte indisoluble de nuestras ollas, cocidos o pucheros y se cocinan en todos los rincones de la Península Ibérica, Portugal incluido. Es más, la afición por el garbanzo se extenderá por la América hispana, y de nuevo gracias a la Olla, Cocido o Puchero. En alguno de aquellos países, con tierras de secano como Méjico, se plantó el garbanzo a codazos con el frejol. Y a dios gracias, pues de otra forma nos hubiésemos quedado sin el plato nacional: el Puchero.

El garbanzo es consustancial a la Hispanidad. Estuvo muy unido a nuestro paisano Pérez Galdós, a quien colegas suyos, como Valle Inclán, muy intelectuales ellos, le pusieron el nombrete del Garbancero, y más que otra cosa -decían- porque desarrollaba sus novelas en ambientes populares. Pero, por otra parte, el garbanzo se encuentra en el ADN del español, y el escritor grancanario aseguraba que sus males radican, precisamente, en el desmesurado consumo de él: individualismo, cainismo (véase ahora como se machacan los que dicen ser padres de la patria), el desafecto a la Monarquía cuando la hay, o a la República en sus etapas, el desdén a la bandera, al himno. Aunque quizá don Benito quería decir que tales males se deben al cotidiano y unificador Cocido, Olla o Puchero. Este último, en plan canario, le fascinaba.

Y garbanzos con D. de O. Fuertesaúco comeremos el próximo día 9 en otro capítulo, el XXVI, de la Cofradía del Puchero Canario de las Siete Carnes, que bullirá en el restorán El Padrino, de Cocina marinera, sí, pero que tratándose de garbanzos y Puchero se tiran sin miramientos a la piscina. Y un año más habremos cumplido con las sesudas recomendaciones de la ONU, que ha repuesto uno de esos históricos vaivenes: amor a las legumbres. Y si no, no se entendería la extraña aparición del "plato de cuchara" en las minutas de los restoranes de mayor postín.

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