De la misma manera que al mencionar el nombre de Marilyn Monroe a cualquiera le viene a la cabeza un revuelo sensual de faldas y sonrisa rubia, al escuchar el nombre de Gregory Peck (La Jolla, California, 1916/Los Ángeles, California, 2003) a más de uno se le fija una imagen granítica, elegante, apacible, noble y seductora envuelta toda ella en un aura de firmeza y seriedad, como la que años atrás presentaba el inconmensurable Gary Cooper, su antecedente más directo en cuanto a estilo, actitud y presencia en el Hollywood de posguerra o el impasible e introspectivo Henry Fonda, paradigma por excelencia de la economía expresiva entre los grandes intérpretes clásicos del cine norteamericano.

Esa era, pues, la estampa más habitual que ofrecía Peck antes, claro está, de que el bienintencionado de Franklin Schaffner, autor de joyas cinematográficas como El señor de la guerra (1965), El planeta de los simios (1968) o Patton (1970), lo invistiera con los rasgos de la maldad, el sadismo y la depravación para encarnar al maligno doctor nazi Josef Mengele, el "Ángel de la Muerte de Auschwitz", en Los niños del Brasil (1978), perfecto ejemplo por otra parte del desvarío en el que se instaló tanto la carrera de este interesante director como la del propio actor, cuando la llama de la creatividad comenzaba a extinguírsele a ambos sin remedio tras protagonizar, especialmente en el caso de Peck, una carrera que ha quedado fijada en la memoria colectiva de los espectadores como la representación más genuina del héroe insobornable, incapaz de abdicar, ni en las circunstancias más adversas, de su sólidos e inquebrantables principios morales.

De hecho, su larga trayectoria profesional desde sus inicios en 1944 con Days of Glory (1944), bajo la batuta del gran Jacques Tourneur y Las llaves del reino (1944), a las órdenes de John M. Stahl, está sembrada de éxitos inapelables que muestran, por un lado, su eficiencia a la hora de responder a las exigencias de sus directores y por otra, su férrea disciplina ante el reto de convertirse en algo más que en el prototipo del galán atractivo de voz profunda y grave que tanto demandaba la mayoría de los estudios en aquellos tiempos en su afán por dulcificar la realidad de un país marcado, durante cuatro largos años, por un conflicto bélico devastador. Un año después de su debut cinematográfico con Stahl y Tourneur, se introdujo en la piel del doctor Anthony Edwards, un personaje atormentado por la amnesia, en Recuerda, uno de los filmes más perturbadores de Alfred Hitchcock (con quien repetiría la experiencia, tres años más tarde en El proceso Paradine) junto a una formidable Ingrid Bergman en el papel de una aguda y desconcertada psicóloga.

En su empeño por cruzar las líneas rojas marcadas por su propio estereotipo, Peck se convierte en Duelo al sol (1947), de King Vidor, en Lewton McCandles, un joven impetuoso, narcisista y violento que se enfrenta a su propio hermano y a su familia por el amor de una joven mestiza, interpretada por Jennifer Jones, con la que vive un tormentoso y letal romance. Tras este espléndido western, inaugura, en 1949, una intensa y fructífera colaboración con Henry King a cuyas órdenes protagonizaría filmes de gran calado como Almas en la hoguera, El pistolero (1950), Las nieves del Kilimanjaro (1953), El vengador sin piedad (1958) o la malograda Días sin vida (1959), donde interpreta al escritor F. Scott Fitzgerald durante uno de los episodios más tormentosos de la agitada vida sentimental del mítico escritor.

Entre tanto, y bajo la dirección de William Wyler, vive otra gran historia de amor en Vacaciones en Roma (1953). Se trata, como su propio título sugiere, de una comedia sentimental, con la ciudad de Roma como escenario, en la que un corresponsal de un periódico norteamericano intenta obtener una exclusiva con una joven princesa de un país centroeuropeo de la que, tras ocultar su identidad, termina enamorándose. También con Wyler como director protagoniza Horizontes de grandeza (1958), otro western canónico acompañado por un reparto encabezado por Charlton Heston, Jean Simmons, Burl Ives y Charles Bickford e inspirada en la popular novela de Donald Hamilton, prolífico escritor de origen sueco de quien este año también se conmemora su centenario.

Pero si hay dos títulos que marcaron realmente a fuego la impronta personal de este inolvidable maestro de actores son, sin duda, Moby Dick (1956), de John Huston, y Matar a un ruiseñor (1962), de Robert Mulligan. En el primero, inspirado en la legendaria novela de Herman Melville, se introduce en la piel del obsesivo y mesiánico capitán Ahab, un personaje de dimensiones simbólicas empeñado en perseguir y dar muerte a una gigantesca ballena blanca que mantiene atemorizados a todos los balleneros de su entorno.

En la película de Mulligan, por la que obtuvo su único Óscar al Mejor Actor, escrita por Horton Foot a partir de la novela de la recientemente fallecida Harper Lee, Peck despliega toda su intuición dramática para encarnar al honrado e incorruptible Atticus Finch, abogado defensor de un campesino negro al que se le acusa de un crimen que no ha cometido. En medio de un clima asfixiante y profundamente reivindicativo, que evoca los mejores dramas sociales de Tennessee Williams, aparece la imagen totémica del actor en un personaje que ha quedado para la posteridad como modelo de rectitud, solidaridad y coherencia moral frente a un conflicto de fuertes connotaciones racistas.