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Cena indigesta con Flaubert

El escritor celebró ágapes virtuosos con otros colegas preocupados por el fracaso vital y nutrió sus novelas de grandes comilonas, a veces decepcionantes, como en 'Bouvard y Pécuchet'

Cena indigesta con Flaubert

Perseguir la mot juste, la palabra precisa, no significa ser ahorrativo en los placeres de la mesa. Gustave Flaubert ansiaba lo primero y se recreaba en lo segundo. Bouvard y Pécuchet, dos de sus personajes inolvidables, presiden la parodia del apetito desbocado, de la gran mesa flaubertiana, donde la comida aparece, podríamos decir, como una especie de rito religioso. Flaubert era un gigante y como todo gigante no dejó pasar la oportunidad de recordarnos su voracidad. Era también normando y en Normandía las digestiones de los copiosos banquetes se hacían a golpe de calvados.

El trou normand o agujero normando era el coup de milieu, es decir, el trago que los comilones se metían entre pecho y espalda a mitad de aquellas comidas largas de entonces, después del asado y antes de los entremeses, para seguir adelante con el menú. El calvados era la bebida elegida para poder navegar con cierto alivio entre las salsas copiosas, las natas y otras preparaciones. La tradición consiste en que el cabeza de familia propone a los invitados durante la comida trasegar un vaso de calvados medio lleno de manera que no hay paso hacia adelante sin golpe digestivo. En la última década del siglo pasado se puso, además, en circulación un himno compuesto por el cofrade Jacques Bauny para la hermandad del trou normand, del que llegué incluso a memorizar una estrofa que después se me ha borrado por completo. Afortunadamente porque tampoco se trataba de algo que hubiese que guardar por memorable.

El hábito gastronómico se remonta, cuentan, a los antiguos pueblos vikingos, aunque el origen es controvertido como suele suceder con este tipo de cosas que todo el mundo reivindica. En cualquier caso el trou normand está acreditado como una etiqueta made in Normandía, a través de los siglos y de los mares. En marzo de 1553 se oyó hablar por primera vez del elixir que sirvió de base al invento. Sire de Gille Gouberville, en su castillo de Mesnil-au-Val, destiló la sidra para hacer el agua de vida llamado calvados sin sospechar que contribuiría de manera tan decisiva a la más elevada tradición gastronómica normanda. Otra de las historias, mil veces contada, nos proporciona, por así decirlo, vela en el entierro. Según la leyenda, el primer calvados habría sido elaborado con sidra española almacenada en El Salvador, uno de los barcos que Felipe II envió a Inglaterra a combatir a los protestantes y que naufragó en las costas de Normandía. El naufragio se celebró y el aguardiente originalmente destilado por los normandos recibió el nombre de calvados como consecuencia de la deformación de la palabra Salvador.

Sea como fuere, el caso es que décadas y décadas más tarde, en el siglo XIX, el destilado de manzana entra a formar parte del ritual normando de la mesa y empiezan a ser muchos los escritores que aluden a él, como es el caso de Flaubert en Bouvard y Pécuchet (1881). La historia de Bouvard y Pécuchet es, como muchos sabrán, la de dos ciudadanos parisinos que se conocen y entablan relación. El primero de ellos hereda una cuantiosa fortuna y ambos deciden comprar una granja normanda donde iniciarse en distintas ramas del conocimiento. La primera de las lecciones que se desprende de la lectura de esta magnífica obra satírica es que la sabiduría traducida al hecho cotidiano no alcanza a veces para interpretar la vida como es debido. Bouvard y Pécuchet van de fracaso en fracaso.

El episodio de la cena y el jardín refleja una de esas decepciones de nuestros personajes, la que tiene que ver con el complicado mundo de las relaciones sociales y el difícil papel que en ocasiones le corresponde al anfitrión. A Bouvard se le ocurre organizar una gran comida para conocer a los más respetables vecinos normandos de la región a donde han ido a vivir. En cierto modo era una forma de romper con la monotonía del lugar y familiarizarse con los lugareños. Entre cortinas de calicó blanco, con franjas rojas, los comensales se sentaron a la mesa. "Bouvard sentó a las dos damas junto a él; Pécuchet tenía al alcalde a su izquierda, al cura a su derecha. Abrieron las ostras. Olían a légamo. Bouvard, desolado, prodigó las excusas, y Pécuchet se levantó para ir a la cocina y armarle un escándalo a Beljambé". Este último, posadero, antiguo chef en Lisieux, había recibido el encargo de cocinar ciertos platos con el fin de dejar satisfechos a los invitados. Las ostras supusieron un primer inconveniente. No hubo grandes objeciones al pastel de barbo y los pichones en salsa, del primer servicio. Entonces la conversación giró sobre cómo fabricar la sidra. También hablaron con el médico de los platos digestivos y de los indigestos. Con el lomo de vaca llegó el borgoña que enseguida encontraron turbio. Bouvard intentó esta vez disculparse atribuyendo el color del vino a que la botella se encontraba mal enjuagada. Hubo que sustituirlo por Saint-Julien, y el burdeos resultó ser demasiado joven. Más tarde vino el champaña y, finalmente, los anfitriones y los invitados salieron al jardín que tampoco resultó ser del agrado y lo menospreciaron. El granero, fatal; falta agua en el estanque; jamás conseguirán fruta, el tilo ahí plantado es una tontería, etcétera. Total, unos pelmas de cuidado.

Bouvard y Pécuchet rumiaron su desencanto y, una vez más asqueados con el mundo, resolvieron no recibir a ningún otro, vivir en su casa exclusivamente para sí mismos. Flaubert, que describió de manera brillante la idiotez, no dejó de tener presente el fracaso de la vida, en las prolongadas cenas en que compartía sus patos de Ruan y el calvados con escritores amigos como Daudet, Gouncourt y Zola. Siempre con el trou normand de indispensable digestivo.

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