La Provincia - Diario de Las Palmas

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Destino Chicago

La gran ciudad del medio oeste es cuna del soul y la gastronomía le debe tres especialidades. La mitomanía nos llevó a donde se crearon

Nuestro camarero en Gibsons mostrándonos la cruda realidad.

Desconocíamos Chicago: "cebolla podrida" en lengua aborigen; arquitectónicamente es una lección de rascacielos que surgen en una infinita pradera con pristina tradición bovina. A su corned beef, el rancho de la I Guerra Mundial, las tropas norteamericanas lo llamaron carne de mono; en Canarias, de Chicago. Desde niño nos ha fascinado su lago Michigan porque es un mar con horizonte, barcos y pesca: el lucioperca, y el salmón de sus ríos, es plato popular en sus restoranes. Nos hospedamos muy cerca y paseábamos por una zona aledaña, donde el pasado junio tenía lugar el Festival de Soul; es la capital del género. Y a pesar de estar en la "ciudad del viento", con un calor canicular, no nos acarició una ráfaga de aire; la Naturaleza es una amante cruel.

Y la Feria de las spare ribs (costillas) es una larga calle a las afueras flanqueada por ventorrillos donde se asan costillares de cochino cubiertos con ese ungüento empalagoso de padres chinos: la salsa Hoisin, ahora "barbacue", que enmascara un producto congelado, soso. Adoramos sin embargo a la porchetta romana y la pata de cochino asada del Yazmina, en la "ciudad del mueble". Mas para llevarnos un buen recuerdo de ese Santo Grial de la gastronomía que va desde Chicago a Nueva Orleans reservamos plaza en el famoso Carlson: ladrillo visto, vigas, fotos de famosos, camareras simpáticas (la propina) en febriles carreras portando bandejas imposibles y comensales desagradablemente ruidosos. Media de costillas (19 euros), medio pollo asado (18 euros) , Ensalada César casi perfecta (6 euros) y un invento local: Ensalada Garbage (literalmente basura): macarrones, salami, jamón, huevo duro, queso, pepinillos, cebolla, apio...: los restos (9?). La experiencia fue pasable, no así el "palo". Descorazonador.

Era Chicago el microcosmos del hampa: el patio de Al Capone, del que no quedan prácticamente vestigios de sus hoteles y restoranes aunque existen Los Intocables: un tour para turistas mitómanos. Nos habían recomendado para desayunar el hotel Palmer House -donde se dice que alguna vez se hospedó el gánster- un feliz consejo: un poso de grandeza, alcurnia mercantil y un desayuno-bufé de nota (20$). Y un camarero mejicano, cincuentón, saladísimo, Edmundo Díaz, que nos atendía como a reyes. Es una joya arquitectónica de finales del XIX, de 1871, con piezas de arte plástico únicas, y facilita un tour guiado con o sin almuerzo por 70 y 40 dólares, respectivamente. Fue el regalo de boda del millonario Potter Palmer a su prometida, Bertha, pero a los pocos años sucumbió en el fuego. Ya reconstruido, su obrador inventa en 1898 el brownie; así que una tarde, tras admirar el pastel, cerramos los ojos y sentimos en la boca la sedosa untuosidad de un gran chocolate avainillado así como la frescura y dulzor del helado mantecado. Y cuando el paladar quedaba saturado volvíamos a empezar, luego de un generoso trago de leche fresca de vacas de Illinois. Nada tan rico con ese nombre habíamos degustado. Lo comparamos con la tarta Sacher.

Después de pesquisas el steak house electo fue Gibsons, en la calle Frank Sinatra, que apareció absolutamente lleno: comedor, bar y una extensa terraza. Nos retrotrajo a cuando los camareros salían a escena con atrezzo clásico: chaquetilla blanca de hilo almidonada y corbata negra. Acomodados ya en el enorme comedor revestido con fotos de famosos, alguna de Sinatra que evoca sus carnívoras incursiones, ordenamos el cabeza de cartel: el New York sirloin: 370 gramos de lomo bajo (53 euros) y un solomillo de 280 (45 euros), más champiñones y vegetales al grill; con tres cervezas y agua 137 euros. Las carnes están a la altura de los prestigiosos asadores norteamericanos. Buen servicio. Bodega impresionante. Postres inmensos. Comensales escandalosos.

Reinventar la pizza

En 1943 un ex jugador de fútbol americano, Ike Sewell, abre la Pizzería Uno y se arriesga a hornear una masa para pizza bastante más gruesa que la napolitana a la vez que esponjosa, con aspecto de frito (lleva bastante aceite) y de masa quebrada con los bordes subidos para -como en un strudel- retener los ingredientes. El éxito llegó rápido. Y se extendió. Al punto de que pronto se tendrá como la "pizza norteamericana". Tomamos la Margherita (9 euros) y unos Spaghetti con dos albondigones (12 euros). El local es adusto; no viste manteles; es algo oscuro; la clientela es, como siempre en USA, ruidosa y el servicio es de andar por casa. Los espaguetis son mejores los de su casa, pero la pizza nos gustó. Y con ella cerraríamos el círculo pizzeril mundial, pues en 2014 degustamos la auténtica Margherita donde se inventó, en 1889: el restorán Brandi, junto a la abarrotada Piazza del Plebiscito, en el Nápoles de nuestros amores.

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