Abandonamos Chicago no sin antes rendir visita al que fue el más grande hotel del mundo, Steven (1927), con 1.500 habitaciones. Los soviéticos, tras otro de sus mosqueos, levantaron en 1967 el Rossiya, con 3.200 habitaciones; fuimos a verlo hace ocho años pero acababan de derruirlo. Y queríamos explorar su Chinatown. Desalentador. Un par de calles moribundas y el mejor restorán sacando platos manando aceite.

Condujimos hacia San Luis. Hemos de confesar que padecemos algún tipo de desarreglo emocional: al contemplar vacas pastando a la vera de las carreteras, por sublimación solo vemos gruesos chuletones sobre ascuas blanquecinas. Y eso no nos pasa con cochinos, gallinas, baifos o lepóridos. Solo bovinos. ¿Es para preocuparse? La cosa es que nos sentimos razonablemente bien. Y luego de hacer 500 kilómetros y picoteado fruslerías en una fast food, que en EE UU representa el 80 por cien de la hostelería, tumbados en el Holiday Inn pegamos a oír el mugir de aquellas vacas. Así que, sin perder un minuto, preguntamos por el mejor steak house y cortando el aire nos vimos en The Tenderloin Room, del lujoso hotel Chase Park Plaza. Suntuosos comedor y servicio que consolidan el brillo de sus estrellas. No obstante, tanto si se trata de un asador vasco, parrilla argentina o steak house nos pone más una atmósfera con toques rústicos, aromas del humo de grasa quemada, platos de loza blanca y camareros con chaquetilla blanca y lito colgando del hombro. Se asan las carnes en una parrilla a la vista, y también tienta un expositor con ostras, langostinos y pulpitos frescos. En la ciudad de la Wells Fargo, de polvorientas diligencias que, más que otra cosa, es el cinematográfico Medio Oeste. Un solomillo, un New York strip (lomo bajo) con papas a la crema y espárragos verdes, Ensalada César casi perfecta y tres cervezas: 130 euros. Los cortes, excelentes; la bodega, surtidísima; el servicio, de gala. San Luis nos pareció aburrida, así que, una vez visto de cerca su famoso Arco, no había razón para no salir pitando a Nashville.

Aquí los melómanos tienen cuatro santuarios: el legendario teatro Ryman (hoy también museo), donde ha actuado toda la historia del country; a Elvis se le permitió una vez por caridad. El RCA Studio B, donde El Rey grabó los primeros singles. Nostalgia hasta lagrimar. El intimista Museo de Johnny Cash y el espectacular Country Music Hall of Fame and Museum, que exhibe miles de iconos (guitarras, ropa, automóviles...) para avivar las mayores mitomanías. Pero nos decepcionó la calle Broadway: esas dos filas de viejas casas de ladrillo visto y garitos de música en vivo. Cada orquesta toca más alto para llevarse la clientela, así que lo mejor es perderse; además, el turismo es una foto de Magaluf: decibelios, chanclas, borrachos.

Hay que seguir los dictados de la divina providencia. En nuestro motel solo trabajaban indios, que no comen bovino y, por otro lado, somos adictos a la cocina india; por lo que preguntamos a un despierto recepcionista si había restoranes de tal índole, y nos reservó su preferido: Chauhan Ale & Masala House. Eran las 8 (p.m.), las calles aparecían vacías y entramos en lo que fue un almacén, lleno hasta la bandera. Decoración sobria y una cocina de fusión con las de San Francisco y Tex mex. Nada más aparecer el primero de los platos los ojos se nos volvieron globos ¡Aquí hay tomate! Pensamos y, enseguida, supimos que el talento estaba en la joven chef Maneet Chauhan, que hace tándem con su epígono, y también maestro, Aatul Jain. De hecho, Maneet estaba ausente abriendo una sucursal. Y aparecieron más platos indios que armonizaban ingeniosamente con culinarias o productos lejanos, tal como el Ossobuco de cordero con cebollas caramelizadas, salsa de almendras, arroz al tomate y papadum de tapioca, Mejillones tikka masala, Cochino gara masala, guisantes de jardín con ensalada de manzana y astringente de tamarindo o Queque de fruta de jack con helado de mantequilla y nueces pecán. Tanto nos gustó que volveríamos a cenar, pero almorzamos en el Woodlands Indian Vegetarian con servicio de bufé aceptable (20 euros). Compramos el libro de Maneet: Flavors of my world, fascinante: cocinas fusión partiendo de los platos bandera de 25 países: Inglaterra (fish and chips), España (tortilla de papas), Cuba (ropa vieja)... Bodega suficiente y servicio que contagia el entusiasmo por esa cocina singular, exótica. En fin, que empezamos con el onírico caso de las vacas pastando; seguimos con una gastronomía que rechaza el bovino y acabamos pastando forraje para humanos sin tino.