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Entrevista

Alberca: "España es muy sectaria con la cultura; en otros países la ideología no importa tanto"

"En España las bibliotecas de las escuelas son un lugar de castigo, casi maldito", afirma el autor de 'La espada y la palabra: vida de Valle-Inclán', premio Comillas

El ensayista y catedrático de Literatura Manuel Alberca. ÁLEX ZEA

A Valle-Inclán le tocó sobrevivir a un periodo, el de la restauración borbónica y el advenimiento de la República, en el que no pocos ven grandes similitudes con el actual. Sobre todo, por las tensiones y por el tono del discurso. ¿Es excesiva la comparación?

Se pueden establecer paralelismos, pero realmente soy de los que piensan que la historia, en el fondo, nunca se repite. Es cierto que entonces existía la misma sensación de desintegración del Estado, motivada, además, por una acción centrífuga muy parecida, con Companys lanzando su reto y los vascos proponiendo su estatuto. Lo que pasa es que por fortuna para nosotros no estamos en un momento tan dramático, y las consecuencias, aunque nada positivas, no serán, en ningún caso, las mismas.

Valle ha pasado a la historia como un escritor inasible, anarquista, conservador salvaje, republicano y comunista.

En primer lugar, era, ante todo, carlista, tradicionalista y conservador. Pero guiándose más bien por arrebatos, sin fundamentos estrictamente políticos. Acaso lo único que revindicaba en sus declaraciones y en sus obras es un cierto culto al pasado. Despreciaba el galleguismo, entonces muy de moda entre los intelectuales de su tiempo, pero defendía el mayorazgo, el código señorial y caballeresco, que para él estaba por encima de la ley.

¿Por eso era tan aficionado a los duelos?

Era duelista, pero no de manera excepcional. Los duelos eran algo muy común en su tiempo, aunque pocos de ellos se resolvían con la muerte. De hecho, en las redacciones de los periódicos había una sala de armas, porque los periodistas acostumbraban a batirse. Valle-Inclán tenía muy metido todo eso, hasta el punto de que, cuando su mujer le vino con una demanda de divorcio ni siquiera se planteó acudir al juicio o contratar a un abogado. Para él eso era una intromisión, una injerencia de una manera de hacer justicia que consideraba inferior a la suya, a la de los caballeros.

A pesar de morir antes del golpe militar, el franquismo, al menos en su primera etapa, la tomó con su obra. ¿Qué es lo que molestaba?

Resultaba sospechoso, como casi todo el mundo después de la guerra. En el archivo de Alcalá me encontré un documento oficial en el que era clasificado por los funcionarios del régimen como comunista. Y eso simplemente porque su firma aparecía en un manifiesto contra el hambre en la URSS, que era algo que firmaba todo el mundo. Incluso gente de derechas como Benavente. Volvemos a lo mismo. Valle-Inclán no era fácil de catalogar. Se sentía y declaraba carlista, pero muchos carlistas recelaban de él porque su literatura les parecía amoral y era estrambótico y alardeaba de fumar hachís y kif. Admiraba a Lenin, pero también a Mussolini. Y tenía entre sus amigos y protectores a republicanos como Azaña, que admiraban su obra, pero rechazaban su pensamiento político.

Artistas y políticos de signo ideológico distinto que se entienden, respetan y se ayudan. ¿Está seguro de que habla del mismo país, de la España cainita?

Sí, era una pluralidad que se daba en esa época y que se ha perdido. En España somos ahora muy sectarios: si un escritor se declara de derechas pasa a ser automáticamente descalificado para la izquierda y viceversa. Es un fenómeno que no se da en otros países, donde la ideología, en un artista, es algo secundario. Pienso en Francia con Céline, que era nazi, pero cuya obra se respeta y admira. Hace dos años la revista francesa Le Magazine littéraire hizo una encuesta ambiciosa para elegir al escritor con el que todo el país se sentía más identificado. Eso aquí, con la izquierda y la derecha irreconciliable y odiándose y con los nacionalismos, sería impensable. No seríamos capaces ni de ponernos de acuerdo con Cervantes. Y el ejemplo es el propio Valle-Inclán, al que algunos izquierdistas consideran todavía antifranquista, cuando eso es un anacronismo y una contradicción con sus ideas.

Acercarse a Valle-Inclán no parece tarea sencilla. Da la sensación de que, en lo que respecta a la posteridad, el personaje ha devorado al hombre.

Valle-Inclán alimentaba a conciencia todo eso; inventó muchos personajes sobre sí mismo. Ya en su época el propio Azaña dejó escrito que era una persona difícil. En sus declaraciones públicas se contradecía, creaba una neblina en torno a él. Los primeros biógrafos tuvieron que enfrentarse a todo eso, a una ingente cantidad de historias imposibles que él mismo contaba, y en lugar de ponerlas en cuestión, las dieron por buenas y las ampliaron. Gómez de la Serna, por ejemplo, se deja llevar. Y el resultado es muy claro: escribe una muy buena obra literaria, pero con poca consistencia documental.

Lo que tampoco parece fácil es hallar a un intelectual tipo Valle-Inclán, sin adscripciones serviles, fuera de la ideología que define a los partidos.

Durante mucho tiempo la izquierda y la derecha se han prestado a ese juego; la izquierda rodeándose con fines electorales de lo que, en un sentido muy laxo, considera como artistas, buscando ser la única opción legítima de representación y defensa de la cultura. Y la derecha renunciando preventivamente a ese campo. Entre otras cosas, porque todavía hay pocos artistas que quieran ser identificados con opciones conservadoras. Todo esto lo vimos muy bien con esa campaña de la ceja en favor de Zapatero, que fue la culminación de la estupidez. Por fortuna las cosas están cambiando y ya no se le presta tanta atención a las opiniones políticas de los artistas. Y eso es lo sensato: salvo que uno brille como politólogo, ser famoso no hace que un juicio político tenga más credibilidad que el de otra persona.

Ese interés por fagocitar a artistas no se ve correspondido con un apoyo político a la cultura. Y menos en los planes de estudios.

Estamos frente a un cambio de paradigma. La educación es casi siempre un reflejo de lo que pasa en la sociedad. Y más en una sociedad como la española, en la que el arraigo de la cultura es tan superficial, donde basta que se generalice cualquier tontería para que arramble con todo lo demás. Aquí somos muy de la novedad, mientras que otros países tienen más poso, dedican más dinero a las bibliotecas, no se fían de los resultados más inmediatos, apuestan desde infantil por contenidos más consistentes. Que no haya lectores tiene que ver también con las escuelas. En España, las bibliotecas de las escuelas son un lugar de castigo, casi maldito.

Los nuevos lectores se inclinan más por los 140 caracteres.

No quiero parecer catastrofista, pero el soporte condiciona. No lees igual en el móvil, donde la vista resbala y salta de un contenido a otro, que frente a un libro o un periódico, que exigen mayores dosis de concentración. Está claro lo que decía Marshall McLuhan: "El medio es el mensaje". Y el soporte influye en la compresión, en la intensidad de la lectura que se hace.

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