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El producto, lo primero del plato

La comida estandarizada está sujeta al yugo de una modernidad aséptica, decorativa, repetitiva y circense que antepone el espectáculo al fundamento de la alta cocina

El producto, lo primero del plato

El joven Magnus Nilsson cocina en el culo del mundo. Pero, además, en el lugar en el que el culo puede llegar incluso a congelarse: en Fäviken, Suecia, donde de pequeño cazaba alces en compañía de su padre. Con la agricultura en contra, su trabajo empieza en la tierra, no en la cocina de su peculiar restaurante. Maneja un singular huerto que en los días plenos de luz se convierte en un vergel.

Para conservar las verduras durante el largo invierno las entierra o guarda en bodegas oscuras. Sus cámaras frigoríficas son almacenes vikingos poblados de tarros, salmueras y demás. A Nilsson le hemos escuchado, sin embargo, confesar que la preparación de un plato nunca puede superar al producto. Si no fuera porque cocina en el quinto coño querría ir a comer a su casa mañana mismo.

El producto, ay. Un tipo inteligente como es Vedat Milor se lamentaba no hace mucho en un estupendo artículo publicado por la revista Tapas, y a propósito del fin del romance que muchos mantuvimos con Michelin, de que los criterios de la Guía Roja no parecen estar preparados para reconocer que hay unos cuantos destinos basados en el producto que deben ser premiados. Por el contrario, lo que hacen es premiar todo aquello que tiene poco que ver con él y se vale de la prestidigitación.

Como es natural, hay buenísimos restaurantes distinguidos por Michelin y otros muchos que no merecería la pena siquiera conocer. Lo escribo el mismo día en que me entero de que el cocinero del restaurante con tres estrellas donde peor he comido en mi vida es el nuevo Premio Nacional de Gastronomía, después de que el jurado destacase su "capacidad para reinterpretar el recetario tradicional vasco con platos que establecen un diálogo con la creatividad, la sostenibilidad y el respeto por el entorno". La biblia en verso de los cursis: mucha "sostenibilidad" y poco respeto por el producto y su transformación culinaria.

Abunda la prestidigitación y hace falta generosidad en la mesa. El producto brilla por su ausencia y sólo en las circunstancias que conocemos de las grandes ollas tradicionales, muchas de ellas mal cocinadas y sin sentido, sobresale. Hasta los que escriben de comida han perdido el apetito.

En esta tesitura suelo acordarme de Abbott Joseph Liebling (1904-1963), uno de los grandes reporteros de todos los tiempos, que convirtió el apetito en una de sus reflexiones más famosas. La experiencia de una dieta abundante es algo que merece compartirse con los demás, decía. Pensaba que lo mismo que para la resistencia del boxeador -Liebling escribió algunas de las crónicas de boxeo más inolvidables que se han publicado- es importante mantener una disciplina de entrenamiento, el escritor que pretenda un estímulo literario había de ser un devorador curioso y constante.

"¿Qué podría uno contar después de comer huevos revueltos y un vaso de agua?", preguntaba. Para él, la famosa magdalena de Proust equivalía a un té con pastas y suponía un obstáculo infranqueable a la hora de obtener un buen resultado literario. Y decía así: "A la luz de lo que Proust escribió con tan leve estímulo, no tener un apetito mayor ha sido un fastidio para sus lectores y una pérdida para el mundo. Con una buena docena de ostras, un plato de sopa de pescado, algunas vieiras de la bahía, tres cangrejos de caparazón blando salteados, alguna que otra mazorca de maíz recién cosechada, un generoso filete de pez espada, un par de langostas y un pato de Long Island, podría haber logrado algo infinitamente superior, incluso una obra maestra".

De la mano del guionista y director de cine Yves Mirande, una leyenda parisina de la época, Liebling aprendió a comer con ambición y sin complejos. En un almuerzo habitual, seguía el orden de la evolución darwiniana, desde los bivalvos y sólo se detenía en los primates. Mirande era para él un tutor del corazón y del cuerpo, como escribió en Between Meals, su libro de culto sobre la gastronomía.

En este libro, creo recordar cuenta cómo en la Rue Saint-Agustine, Mirande deslumbraba a sus invitados con jamón de Bayona, higos frescos, filetes de lucio en salsa rosa, una pierna de cordero mechada con anchoas, alcachofas sobre un pedestal de foie gras, cuatro o cinco clases de quesos, una buena botella de champaña y otra de burdeos. Al final pedía armagnac y encargaba alondras y hortelanos para la cena, además de langosta y rodaballo.

Una vez le oyó decir que llevaban tiempo sin las becadas o las trufas sous la cendre, y que la bodega se estaba convirtiendo en una vergüenza. Liebling era un gordo afable con dedos de paloma al que le gustaba, además de comer, escuchar.

Además, escribió de la Segunda Guerra Mundial, de boxeo, de carreras de caballos y, por supuesto, de comida, pero también firmó centenares de piezas en la revista The New Yorker sobre otras muchas cosas y personas, todas ellas unidas bajo el mismo denominador común: meter la nariz en los asuntos de los demás y sacar el mejor partido de ello.

Asimismo, cuando siento la nostalgia de la comida que no se cocina como es debido a cambio de una dudosa creatividad. O cuando nos dan gato por liebre, cosa que acostumbra a suceder, pienso en él. Incluso lo hago a veces, como ocurre en esta ocasión, después de alguna que otra reunión gastronómica interesante.

O dándole la razón a Milor sobre esa comida estandarizada con la que algunos cocineros pretenden minimizar riesgos frente a los inspectores encargados de puntuar su actividad. Sujeta al yugo de una modernidad aséptica, repetitiva y absolutamente circense que antepone el espectáculo al guiso y a la alta cocina de verdad, se impone la ceremonia de decorar platos con ingredientes que no tienen nada que ver entre sí, no saben prácticamente a nada y carecen, además, de ubicación y sentido.

Es entonces cuando aparece toda esta farfolla semántica para bobos, de las emociones gastronómicas, el diálogo de la cocina sostenible con el entorno, etcétera.

Un lenguaje para esnobs tan insoportable como inútil, políticamente correcto, anodino, fofo. Sólo comparable a los comistrajos que premia, a mayor gloria de diletantes y de cocineros que, por culpa de las tiranías mediáticas y de las guías, se han olvidado de cocinar para convertirse en embaucadores. ¡Vivan el joven Nilsson y el viejo Liebling!

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