Rara vez me levanto por las mañanas y no me saluda con su constante buen humor. Va conmigo sin rechistar allá donde le lleve y si tiene que morirse de aburrimiento en casa, lo hace sin enfadarse. Me consuela en el llanto, salta de jubilo con mis risas. Rara vez incumple mis exigencias, mis noes y mis ¡ahí!. Saluda a conocidos y desconocidos como si se tratasen de grandes amigos y se convierte en el mejor juguete de los niños. Puede pasarse un día entero corriendo, si le regalo una montaña. Puede pasarse un día entero sentado, si le pido que no me moleste. Este es Dako. No es mi amigo, ni mi hijo. Es mi perro.

No hace ni un mes desde que volví a mi ciudad, Las Palmas de Gran Canaria. Diez años atrás decidí cambiarla por aires madrileños porque es que requería ritmos más rápidos. Es el tiempo que he necesitado para echar de menos a esta ciudad, su gente, simpatía, cariño y un ritmo más lento que para mí ya equivale a bienvivir. De todo esto disfruto en mi reencuentro mientras voy protestando de otros asuntos que tienen que ver con Dako. Y es que el sambenito de "perros no" me está cargando. Lo de no encontrar casa para los dos, lo entiendo, es asunto particular y ahí yo no me meto. Pero sí que tengo pataleta con la negativa capitalina.

Lo dicho. No hace más de un mes que iba a todos lares con Dako. Por la mañana corría y se relacionaba en la verde vereda de Madrid Río. No había lugar que prohibiese su presencia para el almuerzo y, si lo había, el de al lado lo aceptaba con un lindo cartel y la estampa de un perro que rezaba "se permiten humanos". Me acompañó a todos los mercados al aire libre que visité. Vino conmigo de vinos en metro. Fue querido y casi nunca repudiado. Y aquí está ahora Dako. Yo le veo extrañado y para mí que es entendible su falta de entendimiento. Lo que no comprendo, muy señores míos, es lo de esta ciudad.

Lo de querer vivir en Las Canteras está descartado ¿Para qué si la tengo prohibida? La playa, la avenida y sus calles colindantes. No quedo o no voy con mis amigos a tomar un café a la Avenida de Las Canteras porque cuando tengo algo de tiempo libre, pues quiero disfrutarlo con él. Me gustaría hacerlo en compañía de mis amigos, contemplando la espectacular playa de La Barra, su brisa, su gente y su mar. Pero no puedo, lo tengo prohibido. Entiendo lo de las cacas y los pipís. Pero lo que no entiendo es la falta de confianza que tiene esta ciudad en mi civismo. ¡Señores! Que no es el perro el que ensucia o molesta. Es el dueño el que no limpia o no educa.

Y mientras a mi me prohíben ir a Las Canteras, El Confital, Las Alcaravaneras, y no sé si también San Cristóbal y La Laja, veo cómo gente muy sucia, muy malcriada, muy irrespetuosa y muy incívica tiene unos derechos que a mí me han negado. Porque no prohíben a mi perro ir a las playas de la ciudad, ni vivir en las calles de Las Canteras, me lo prohíben a mí. En fin, seguiré buscando y buscando aquello que no debo hacer con mi perro, porque ya ando por las calles acojonada por si Dako no puede ir de aquí p' allá.

Mientras tanto, ahí dejo una reflexión a aquella que da pasos de más para ser una gran ciudad. Que no querida, que no. Que para ser grande hay que dejar de prohibir y más concienciar. Que lo del no es de otra época y le pega al pueblerino. Así que añade un repizco de credulidad con estos tus ciudadanos que se sienten cívicos y que creen tener derecho a andar con su perro por el paseo de Las Canteras. Eso sí, con su spray de agua y jabón y sus bolsitas de por si acaso.