A mi hijo Ricardo.

Me he levantado hoy con un dolor profundo en mi espíritu retorcido por esa angustia y pena por tu pérdida y he sentido la necesidad imperiosa de ponerme a escribir esta carta.

Siempre fuiste una persona cariñosa, afable y amable. Todos te querían, familiares y amigos de los cuales dejaste unos pocos como aquellos que realmente más querías especialmente y compartir tu vida con ellos. Decía Demetrio de Falerea que amigos verdaderos son los que vienen a compartir nuestra felicidad cuando se les ruega y nuestra desgracia sin ser llamados.

Desde tu Desirée del alma a tu madre y hermano, los sentimientos de amor y cariño eran tan fuertes que son imposibles para mí plasmarlos en este escrito.

La diferencia entre lo posible y lo imposible es la medida de la voluntad del hombre y tú, al haber luchado durante siete largos años contra esa maldita enfermedad, que un día truncó tu vida para el resto de ella, y sé dónde tengo que colocarte.

Es duro, muy duro seguir escribiendo, pero me he propuesto superar mi profundo dolor y seguir en ello.

Decía hace poco el Papa Francisco no tener miedo porque nadie se muere en la víspera, y yo digo: gran verdad, pero gran verdad es también cuando ella llega.

Solo tenías tiempo, y el tiempo no te dio tiempo como hemos podido comprobar, desgraciadamente. Lo único cierto es que mañana llegará.

Lo más bello que brota del corazón humano es la gratitud y yo, en tu nombre, quiero darle las gracias a todos los que te han querido.

Mis lágrimas se convertirán en flores del camino que me llevará hacia ti, algún día.