Aquí estamos tú y yo solos, como siempre, frente a la eternidad, la vida y la muerte. Pero ya decidiste dar un paso a un lado y parar. Y a mí me quedó una larga eternidad de vida sin ti que, en este momento, no sé exactamente cómo afrontar. Con tus presencias y mis ausencias, siempre supe que estabas ahí, dentro de tu pequeño mundo y de mis grandes ilusiones. ¡Te consideraba inmortal! Pero no lo eras, como tampoco lo soy yo. Por eso, cuando la muerte nos ha separado temporalmente, cuando habitamos dos espacios vitales tan diferentes, ¿qué hacer?

Sólo se me ocurre en este momento seguir recordándote, a ti, a mi madre, Herminia Sánchez Jiménez. Al fin y al cabo, la memoria individual y colectiva es eso que llaman vida eterna.

Recordaré esa vitalidad de tus intuitivos y escrutadores ojos, que suplían con creces esa carencia de audición que tanto nos distanciaba. ¿Por qué no escuchabas mi voz? Haré memoria de tu frágil cuerpo, que encerraba un duro armazón de razones y motivos para vivir. ¡Siempre fuiste una mujer fuerte camuflada de dulzura!

Igual también mi consciencia tiene cosas que reprocharte: esa cabezonería innata y esa cerrazón vital que el cruel destino te deparó. Pero ni esas actitudes son reprochables. Bien sé que era la única defensa necesaria para sobrevivir. ¡Y tú fuiste una gran superviviente! Por eso sé que hoy no te has rendido: también decidiste cuándo tenías que parar y, aunque jamás lo hicieras, no molestar más.

La ausencia y la distancia que hoy parece separarnos sólo es una ficción. ¡Mientras yo transite este desierto de eternidad sin tu compañía, siempre seguirás a mi lado!

¡Mamá, siempre fuiste y serás la fuente oculta de mi saber! ¡Éste no va a ser mi último beso!