La vida te dio motivos para que fueras un río de lágrimas. Donde quiera que ahora estés, deseo que encuentres el descanso del que pocas veces aquí gozaste, y si estás en el firmamento, no te sentirás extrañas porque ya fuiste estrella aquí en la Tierra.

En uno de los días y noches que te hacía la compañía compartida con tus nietas, en un hospital de nuestra capital grancanaria, cuando se apagaban las luces, miraba tu pequeño cuerpo acostado en la cama. Hacía ya tres días que a los tratamientos no respondían. Lo último que dijiste fue que querías irte porque allá ya tenías más que aquí. Mientras te miraba, los recuerdos y todo lo que me contaron de ti, se agolpaban en mi mente.

Todos te conocían por María, pocos, incluso en la familia, sabían que tu nombre era Teresa. Naciste en 1918, hija de Agustín Suárez y Teresa Monroy. Fuiste la sexta de diez hermanos, que en Telde eran conocidos por los hijos de Agustín Lucas. No supiste leer ni escribir porque nunca pisaste una escuela. Muy pronto el trabajo llegó a tu vida, me contaban que tus hermanos mayores te llamaban María la mandona, y para los más pequeños fuiste su segunda madre.

Viviste la tristeza de ver cómo todos se fueron antes que tú. Fuiste casi la última en casarte y lo fuiste a hacer con el hombre más bueno del mundo. Por fin Dios te había premiado. Él era Fernando Caldera, conocido por Fernandito el del Molino Fuego. De papá siempre te conté, cuando empecé a echarme mis primeros pizcos, por el Telde que añoro, por Tallero, casa Juancito, casa Baudelio y también Carmelito el mutilado. En todos había gente mayor y nuestra manera de comenzar a charlar. Ellos preguntaban "¿tú de quién eres?", y yo contestaba de Fernando el del molino fuego. En todos los lugares, me decían lo mismo, "¡Buena Persona!", "¡pobre, pero honrado!" Ese fue el gran título de Papá, y de esa unión, nací yo y mi hermano Agustín, conocido por Chachillo.

Recuerdo que vivíamos en una sola habitación, en una casona conocida como el patio grande, en la que habitábamos cinco familias. No olvidaré el esfuerzo y los alimentos que no se llevaron a la boca para sacarnos de allí, con el poco sueldo de papá y lo que tú, zafra a zafra, aportabas, lograron comprar un solar y pagarlo a plazos.

En cuanto levantaron cuatro paredes, nos mudamos. Recuerdo tu cara de felicidad. Cuando hiciste la primera comida en aquella especie de cocina. De aquella época, recuerdo algo que nunca entendí: trabajabas en la almacén de empaquetados de los Jorgas, que estaba al lado del mercado viejo, salías a las doce y tenías que caminar hasta nuestra casa que está en la parte alta del Cascajo. Preparabas la mesa para comer. A ti pocas veces te vi sentada, y volvías a estar en el trabajo a las dos. A veces hago ese recorrido y no me salen las cuentas. Pasamos unos buenos años pero el dolor te rondaba. Papá tuvo que dejar el trabajo por enfermedad. También tú lo dejaste para cuidar de él y estuviste catorce años al pie de su cama hasta que se fue. Te apoyaste en nosotros y en los nietos que te dimos.

Era más doloroso ver que no te quejabas que verte llorar, el dolor volvió a tu vida. Esta vez fue tu hijo Chachillo. Murió joven mi hermano Agustín Caldera. Esta vez, creí que no lo superarías.

Me asombrabas el cómo aceptabas los golpes que te daba la vida, tu fe en Dios, tu fortaleza y tus rezos cada noche al pie de tu cama, besando una a una las fotos de tus seres queridos, entre ellas la de tu nuera y amiga Antonia Flores, esposa de este que te escribe y con la que también compartiste su enfermedad.

Mamá, me diste una vida, yo ni con cien años que viva, te pagaré todo lo que me diste. Te quiero, mamá.