Aunque había conocido a Ángel Acevedo en el colegio cuando cursaba el preuniversitario, mi primer trato personal con él tuvo lugar en el verano de 1970, en el que yo había terminado la carrera de Derecho, para que me informara de las oposiciones a ingreso en la Carrera Judicial que él se estaba preparando.

Desde entonces mantuvimos una relación personal amistosa que se consumó cuando yo ingresé en la Carrera Judicial. A él, a Antonio Giralda, prematuramente fallecido como Ángel, y a mí, nos preparó para las oposiciones a la Carrera Judicial el entrañablemente recordado magistrado tinerfeño Armando Barreda.

No he conocido una vocación jurídica y judicial tan fecunda como la de Ángel. Dedicó toda su vida plenamente al Derecho, viviendo en él y para él y, por supuesto, exclusivamente de él. Era Acevedo un hombre machadianamente bueno, personal y profesionalmente integérrimo, e independiente sin alardes. Dotado de una memoria prodigiosa, se sabía prácticamente el Código Civil de memoria, cual Alcubilla viviente. Terminó su vida profesional como presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TSJ de Canarias, con sede en Santa Cruz de Tenerife, donde también brilló como valioso jurista.

Era un civilista excepcional. Tenía un fichero de jurisprudencia inigualable, rigurosamente trabajado. Cuando ascendió a Magistrado le sustituí como titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción de Icod, en el Juzgado de la Orotava. El elevado nivel jurídico de sus sentencias me abrumó de tal manera que tuve que estudiar Derecho Civil como nunca para intentar con decoro llegar de lejos a su altura jurídica. Para ello tuve que acudir al asesoramiento de otro civilista extraordinario, de una intuición jurídica proverbial, el abogado Diego Encinoso, al que visitaba con frecuencia en su casa del Puerto de la Cruz. Le debo a él y a Ángel lo poco que se de Derecho Civil

Entre los tipos y estereotipos de jueces, el profesor Alejandro Nieto destaca, frente a los jueces estrella y justicieros de dudosa imparcialidad, al juez justo, para el que su tarea consiste no sólo en aplicar la Ley sino en hacer justicia, de acuerdo con la ley, e incluso a pesar de ella, aunque nunca contra ella, con una vocación a la que no regatean esfuerzos y toda clase de sacrificios laborales y personales, y, sobre todo, imbuidos por la más sublime ética profesional. Ángel Acevedo era el arquetipo del juez justo, fiel al lema del buen magistrado: "Escuchar cortésmente, responder sabiamente, y decidir imparcialmente". Tenía sobrada capacidad y preparación jurídica para ser magistrado del Tribunal Supremo, al que quiso acceder, pero no fue seleccionado por el CGPJ, más proclive al ascenso de los magistrados, con menos méritos profesionales que Ángel, ayudados a trepar por las asociaciones judiciales.

Como los buenos y sabios magistrados pasó desapercibido, y, renuente a la notoriedad pública, no se molestó nunca en buscarse una asociación judicial o un grupo político que le lanzara a los altos cargos judiciales. A él no le importaron nunca las pompas mundanas y mucho menos las oficiales. Su modestia le hacía indiferente a lo que no fuera el peso de su trabajo. Le bastaba con el afecto y la admiración de los compañeros que le conocíamos y le apreciábamos. A los jueces como Ángel no hay que buscarles en los confortables despachos oficiales, sino en alguna celda silenciosa abarrotada de libros de Derecho.

Cuando fui al tanatorio a velar su cuerpo recordé el texto de una lápida romana de las termas de Caracalla, que dirigí a en silencio a Ángel: "Te recordaré siempre querido amigo y compañero, en invierno y en verano, cerca y lejos, mientras viva y después", cuando nos veamos en el cielo.