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La cultura en serie

Litografías de difusión masiva que repiten argumentos con variaciones para impregnar de atmósferas al consumidor

Lees El leopardo, del noruego Jo Nesbo y te preguntas qué narración podría igualar su mecanismo de relojería. Las teleseries policiacas danesas, sin ir más lejos. The Killing y The Bridge, si necesitan concretar. En efecto, pertenecen al medio que según el empresario televisivo Berlusconi se limita a rellenar los molestos paréntesis entre los espacios publicitarios. Las series de culto han fabricado a cultos en serie, a falta de discernir los efectos a largo plazo.

Unos años atrás, la originalidad era el distintivo de los artefactos culturales. Después llegaron las teleseries, como litografías de difusión masiva que repiten argumentos con leves variaciones. Pretenden impregnar al consumidor de una atmósfera narrativa determinada. Liquidan de paso la unicidad del creador, reemplazado por la "habitación de los guionistas", sin ventanas y en la línea de los sótanos donde se gestaron Microsoft o Apple.

La estructura seriada caracteriza la popularización plástica de Warhol, por lo que cabe hablar de un renacer de la cultura en serie. Ortega publica inicialmente La rebelión de las masas en fascículos del diario El Sol. Para acentuar la pertinencia de la mención, las teleseries no solo han alcanzado el ennoblecimiento literario, sino filosófico. El ejemplo más refinado, al borde de la pedantería, de divagaciones impensables en la pequeña pantalla responde por True Detective. Las pláticas entre Matthew McConaughey y Woody Harrelson [en la primera temporada de la serie] a cuento de nada se revisten del elitismo agobiante de una página de Kierkegaard.

La cultura en serie va en serio. Hemos de sopesar el impacto de los antiguos culebrones televisivos -reciclados por ejemplo en el monumental Escobar colombiano- sobre el sempiterno folletón, también llamado libro. Desde el punto de vista emocional, la batalla está perdida. Cada nueva novela de Arturo Pérez-Reverte nos recuerda que sigue escribiendo, con una prosa sin rival en Hombres buenos. Sin embargo, no salivamos mientras aguardamos su producción más reciente. Cualquier escritor/pintor podría abandonar su hábito sin generar excesivos sobresaltos. En cambio, los espectadores aguardaban la segunda temporada de True Detective con la avidez de los lectores decimonónicos que se arracimaban en el puerto para recibir los sucesivos cuadernillos de las novelas de Dickens, otro efecto seriado.

En radio, la serie por excelencia debía titularse Serial, asequible en podcast y que narra con exhaustividad hasta las mínimas aristas de un crimen real. La buena noticia es que internet no ha aportado ninguna novedad creativa, pese a la cacareada aportación solidaria de cientos de millones de cerebros. La mala noticia es que el estado de conexión obligatoria a las redes impide el triunfo de productos que reclamen el cien por cien de nuestra atención.

Las series son absorbentes porque nos dejan tiempo libre. No todas han sido escritas por Aaron Sorkin, el guionista que concentra el mayor número de diálogos en menos tiempo. La sobrevalorada Breaking Bad mantiene el ritmo aletargado de un chiste contado por Eugenio, que permite el uso simultáneo y en igualdad de condiciones de WhatsApp o Twitter. La ventaja instintiva de la serie es la certeza de recuperar el hilo. No se pueden grabar 650 minutos por temporada sin incurrir en repeticiones.

La serie es la inmersión cultural. Nadie ha visto jamás un único capítulo de House of Cards. De hecho, y contraviniendo el encadenado serial, el espectador permanece ante la pantalla hasta que es derrotado por el sueño tras varias horas de disfrute ininterrumpido. Esta adicción hipercalórica también ha sido etiquetada. El binge viewing o atracón visual adapta un concepto reservado a la ingestión de bebidas alcohólicas. Los efectos también son similares.

Occidente ha pasado de leer de un tirón a ver de un tirón. La transición a las teleseries en sesiones maratonianas ha sido protagonizada por los mismos consumidores que se escudaban en que no tenían tiempo para leer. El chiste fácil recuerda que las series danesas, sumen las tres temporadas de Borgen, se emiten subtituladas en el Reino Unido. Su lectura no les impide alcanzar audiencias millonarias.

Gallimard, Einaudi y Alfred Knopf se llaman hoy HBO y Netflix. No tiene sentido plantearse la calidad nutritiva comparada de la cultura tradicional y las teleseries infladas con esteroides. Los escritores debieran celebrar que se proteja el talento, aunque no sea el suyo. En el caso más favorable, dudo que las sensaciones de una hora de El ala oeste de la Casa Blanca puedan ser igualadas a través de otro formato.

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