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cine

La encarnación de la tragedia

Se cumplen 70 años del estreno de 'Roma, ciudad abierta', obra fundacional del neorrealismo italiano, que protagonizó Ana Magnani bajo la batuta de Rossellini

La actriz Anna Magnani. LA PROVINCIA / DLP

Han transcurrido cuarenta y dos años desde aquella tibia mañana de septiembre en la que miles de romanos, sacudidos por el dolor y la frustración, enmudecían ante la fatal noticia de que Anna Magnani (Roma, 1907/1973), símbolo inmarchitable de la pasión por la vida, abandonaba sigilosamente el mundo de los vivos, tras una larga y agónica enfermedad, para entrar definitivamente en el ámbito de la leyenda. Algunas horas antes, Roberto Rossellini, visiblemente apesadumbrado por el suceso, había pedido velar a solas el cadáver de la actriz al tiempo que le arrebataba pinceles, carmines y pinturas a una maquilladora que se disponía, por indicación familiar, a recomponer el rostro inanimado de la diva para iniciar con sus propias manos la macabra tarea de dulcificarlo con la inútil esperanza de recuperar frugalmente una existencia cuyo único testimonio real se conserva en las polvorientas estanterías de las cinematecas.

Este fúnebre y estremecedor ritual no es la descripción de ninguna secuencia de ficción urdida por la imaginación de un fabulador romántico. Aunque así lo pudiera parecer, la escena se desarrolló en un hospital de Roma ante la mirada perpleja de numerosos parientes de la difunta que se agolpaban entre sollozos para contemplar por última vez el cuerpo inerte de la Mamma. Rossellini rendía de esta manera un cálido y singular homenaje póstumo a una de las figuras más paradigmáticas y conmovedoras del cine italiano de todos los tiempos y a la mujer que, junto a Ingrid Bergman, más profundamente influyó en su convulsa vida sentimental.

Durante meses, la prensa no cesaba de reflejar la pesadumbre popular por la desaparición prematura de la estrella. Centenares de páginas, cubiertas en su mayoría de un tinte sensacionalista, evocaban los detalles biográficos más controvertidos, escabrosos e íntimos de la intérprete. Las editoriales, mientras tanto, inundaban las librerías con innumerables publicaciones del más variado pelaje en una operación de arribismo comercial sólo comparable por sus dimensiones y persistencia con la que desencadenó, en 1926, la muerte de su compatriota Rodolfo Valentino, lo cual da una idea bastante aproximada de las descomunales proporciones que alcanzó el acontecimiento en toda Italia y de la enorme devoción que el pueblo italiano le dispensó siempre a este icono monumental del neorrealismo más genuino.

Pero el origen de semejante culto no sólo residía en la profunda humanidad que le inyectaba a la mayoría de sus personajes, ni en los valores sociales que de alguna manera representaba cada vez que encaraba un conflicto en la pantalla. Era su propia inteligencia emocional, su proverbial y casi instintivo sentido de la representación, su portentosa naturalidad, en resumidas cuentas, lo que la convertía en una figura irremplazable a los ojos del gran público y en motivo constante de alabanza para la crítica. De ahí que en múltiples ocasiones los guionistas de sus películas concibieran su trabajo en función de su singular temperamento y ella, obviamente, respondiera con su habitual solvencia, superando siempre las expectativas más exigentes.

Su oscura y melancólica mirada, su estudiado desaliño, su expresividad gestual, su aparente rudeza dialectal y, sobre todo, su enérgica presencia física, la alejaban permanentemente de la idea convencional de la star hollywoodiense; sin embargo, ello no impidió que compartiera en la ficción pasiones turbulentas con galanes de primera fila como Burt Lancaster (La rosa tatuada, 1955, de Daniel Mann) -con la que obtuvo el Oscar y el Golden Globe-; con Anthony Quinn y Tony Franciosa (Viento salvaje, 1957, de George Cukor); con Marlon Brando (Piel de serpiente, 1960, de Sydney Lumet); con Rossano Brazzi (Vulcano, 1950, de William Dieterle) o, de nuevo con Quinn, en El secreto de Santa Vittoria, 1969, de Stanley Kramer.

Sea como fuere, su mito comenzaría a gestarse algunos años antes de su consagración internacional, en 1944 para ser exactos, cuando Rossellini, fascinado por su brillante actuación en Nacida en viernes (Teresa Venerdì, 1941), de Vittorio de Sica, se fija en ella para encarnar el papel de Pina, la infortunada heroína de Roma, ciudad abierta (Roma, ciudad abierta, 1945), filme escrito al alimón por Federico Fellini y Sergio Amidei días después de la retirada de las tropas alemanas del país. Es a partir de esta magistral película, de cuyo estreno se cumplen estos días 70 años, cuando la Magnani refuerza su posición en el cine italiano tras una larga década interpretando papeles de escaso relieve artístico a las órdenes de realizadores de bajo perfil, como Goffredo Alessandrini (Caballería, 1936), Nuncio Malasona (La ciega de Sorrento, 1934), Gino Talamo (Una lampada a la finestra, 1939), Giacomo Gentilomo (Finalmente soli, 1940) o Carlo Ludovico Baraglia (La vita è bella, 1944). Más tarde consolidaría su prestigio participando en otros filmes con patente neorrealista, firmados por cineastas de calado, como Lattuada (Il bandito, 1946), Camerini (Ilusiones rotas, 1948), Visconti (Bellísima, 1951), Pasolini (Mamma Roma, 1962), etc.

Pero las raíces profundamente trágicas de Anna Magnani, heredadas de la rica tradición teatral mediterránea, no sólo sirvieron para posibilitar la conversión al neorrealismo de los elementales esquemas iedeológicos que alimentaban el cine italiano (las popularmente denominadas comedias de teleffoni bianchi) de la década de los años treinta, sino para construir un nuevo prototipo de estrella cinematográfica que rompería tangencialmente la línea invariablemente amable, escapista e impostada de numerosas actrices italianas del momento, cuya máxima aspiración profesional consistía en doblegarse a los moldes establecidos por los cánones de actuación exportados por el cine de Hollywood.

A un cine de entretenimiento, plano, mimético y alejado por completo de la realidad, se oponía otro cine de claro compromiso histórico que obtuvo no poca resonancia en el exterior, de ahí que algunos actores terminaran alineándose bajo la bandera del compromiso por encontrar en ella los símbolos inequívocos de un humanismo más combativo y radical, un humanismo, en resumidas cuentas, que contribuiría a regenerar en gran medida los esclerotizados planteamientos que alimentaron, durante décadas, el cine italiano. El hecho de suprimir de un plumazo el menor asomo de retórica interpretativa al uso y de transformar a los actores en verdaderos espejos de una realidad surgida de las cenizas de la guerra, ya constituía un claro estímulo artístico e intelectual para un colectivo de profesionales virtualmente degradado hasta entonces por las inquebrantables consignas propagandísticas del régimen mussoliniano.

Por eso, Anna Magnani fue, junto a un puñado de intérpretes de excepción, entre los que se incluyen los nombres de Silvana Mangano, Ingrid Bergman y Sophia Loren, uno de los grandes artífices de este milagro artístico de la posguerra a través de una técnica dramática inspirada en la observación naturalista del mundo. Pocas lograron alcanzar su nivel creativo y su rotunda autoridad ante las cámaras, aunque fueron muchas las que lo intentaron, porque la suya fue una vida constantemente agitada por una profesión a la que se consagró plenamente y de la que extrajo apuntes esenciales para comprender en profundidad el genuino espíritu de un pueblo particularmente castigado por la historia.

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