La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

cine

El cine invisible

La multiplicación de pantallas durante las últimas décadas no se ha traducido en una mayor pluralidad de la oferta fílmica realizada más allá de Hollywood

El cine invisible

A estas alturas, y tras muchos años reclamando para el cine una apertura de miras que permita hacer más visible su pluralidad, las carteleras de las islas, salvo algunas honrosas excepciones, aún mantienen inalterables las mismas reglas de juego que han regido durante décadas: una programación de corte conservador, sesgada y uniforme, sin margen alguno para el riesgo, en la que prevalecen, por encima de todo, criterios de estricta rentabilidad comercial sobre cualquier otra consideración que ponga eventualmente en entredicho las normas de un mercado con serias dificultades para admitir en su seno productos cinematográficos que no se ajusten a las mismas. Eso, al menos, es lo que afirman desde sectores de la exhibición poco proclives al cambio cuando se les interpela acerca de su falta de audacia a la hora de establecer una línea de programación más flexible y, sobre todo, más acorde con los tiempos que corren.

De ahí que, paradójicamente, y en contra de lo que cabría esperar, la multiplicación de pantallas en nuestras ciudades, y en otras muchas capitales del territorio nacional durante las dos últimas décadas, no se ha traducido, como muchos hubiésemos deseado, en una mayor pluralidad de la oferta fílmica, es decir, en más oportunidades para poder cotejar el cine que se produce más allá de las colinas de Hollywood, que es muchísimo y, en no pocos casos, indispensable para conocer las distintas derivas estéticas por donde discurre actualmente el séptimo arte, incluyendo, naturalmente, una porción importante de la propia producción estadounidense, la que se cuece en los fogones del cine independiente, ajena por completo a las cifras del box office que tanta excitación suscita a los celosos guardianes de la gran industria.

Lo único que sí se ha incrementado desde entonces, y la tendencia no parece cambiar de signo a tenor de las evidencias, es el número de copias que se exhiben simultáneamente de una misma película dentro de un mismo complejo de salas y la rigurosa puntualidad con la que trasiegan por nuestras pantallas los últimos blockbuster pergeñados por las multinacionales del sector, dos medidas de contrastada eficacia comercial pero que reducen sustancialmente las posibilidades de acceso del público a la diversidad que ofrece, hoy más que nunca, la producción cinematográfica internacional, escamoteándonos una realidad perfectamente constatable a través de las sugestivas carteleras de numerosas capitales europeas donde cohabitan, junto a las inesquivables megaproducciones hollywoodienses, docenas de cintas procedentes de los puntos más dispares del planeta y precedidas, en muchos de los casos, por el reconocimiento de los certámenes internacionales más prestigiosos ¿Cuántos de esos numerosos filmes llegan puntualmente a nuestras pantallas? ¿De qué medios legales disponemos para poder tener acceso a ellos? ¿Cómo normalizar su presencia regular en nuestros cines y ponernos al día? Son sólo algunos de los muchos interrogantes que se plantea cualquier aficionado exigente ante la imposibilidad material de poder pulsar la evolución que, desde la periferia geográfica e ideológica, están experimentando actualmente las cinematografías emergentes frente al pertinaz inmovilismo del cine mainstream. Y mientras persista esta idea tan fenicia de que el cine es, por encima de cualquier otra cosa, un lucrativo negocio, las cosas naturalmente seguirán como están, no percibiremos la menor señal positiva de cambio que nos facilite una panorámica más abierta y plural del escenario cinematográfico mundial.

Un problema por tanto eminentemente cultural, como apuntaba un conocido sociólogo español, pues no olvidemos algo muy importante para explicar tan lamentables carencias: la presencia del cine de autor en países, pongamos por caso, como Francia, Reino Unido, Bélgica, Alemania, Suecia, Italia o Dinamarca, constituye una norma inquebrantable que cuenta, además, con el apoyo añadido de las respectivas Administraciones públicas, así como de una cada vez más amplia minoría de espectadores cuyas afinidades intelectuales están mucho más cercanas al cine de, por ejemplo, Manoel de Oliveira, Alain Resnais, Robert Guédiguian, Fatih Akin, Hou Hsiao-Hsien, Lisandro Alonso, Abbas Kiarostami, Jia Zhang-ke, Bruno Dumont, Weerasethakul Apichatpong, Miguel Gomes, Naomi Kawase, Olivier Assayas, Hirokazu Kore-eda o Isaki Lacuesta que al que representan los eternos guardianes de las más puras esencias de la industria del espectáculo, como Henny Harlin, Michael Bay, Simon West, Roland Emmerich, Francis Lawrence, Gore Verbinski, John Davis, Paul W. Anderson o Jerry Brucheimer, mercenarios a sueldo de las majors que se han hecho un hueco en la profesión sujetos exclusivamente al marketing y a la cuenta de resultados.

El cine del que hablamos tiene, sin embargo, otro tipo de prioridades a la hora de entablar su propio diálogo con el público: el contacto con la realidad, la necesidad imperiosa de buscar e investigar nuevas formas de expresión, la voluntad firme de sintonizar con el zeitgeist que condiciona y define nuestra propia existencia en este atrabiliario mundo en el que nos ha tocado vivir?

Por eso, cuando surgen iniciativas empresariales del calado de los multicines Monopol -de cuya apertura se cumplirán muy pronto veinte años-, como el de algunos locales homólogos en otras poblaciones españolas que intentan paliar este preocupante déficit de cine de arte orquestando una programación alternativa, nos asalta la sensación de que, efectivamente, no todo está perdido para nuestra sufrida cinefilia, que espacios tan necesarios para cubrir las necesidades culturales de nuestros ciudadanos sobrevivan a las inclementes embestidas de la crisis y, sobre todo, a los devastadores efectos que la adictiva pasión por el universo insomne de los videojuegos y por otros quehaceres lúdicos propios de nuestro tiempo están provocando en los hábitos de consumo de nuestra sociedad es motivo para seguir conservando, con reservas, claro está, cierto optimismo ante un futuro que podría situarnos ante ese escenario cultural, tan anhelado por muchos, en el que podamos transitar, con holgura y libertad, por los derroteros que nos traza la modernidad.

Compartir el artículo

stats