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cine

Arquitecto del tiempo y el espacio

Se editan en soporte digital tres obras esenciales del danés Carl Th. Dreyer, encumbrado por la crítica tras el estreno de 'La pasión de Juana Arco'

Una escena de 'La pasión de Juana de Arco'. LA PROVINCIA / DLP

La reciente aparición en formato digital de Gertrud (Gertrud, 1964), La palabra (Ordet, 1955) y La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne D´Arc, 1927-1928), tres de los grandes dramas existenciales de Carl Theodor Dreyer (Copenhague, 1889-id., 1968) nos proporciona un nuevo motivo para volver sobre lo que para muchos críticos internacionales constituyen, sin el menor asomo de duda, tres de las películas más importantes de todos los tiempos. Con la primera, cuyo guión lleva también su firma, el maestro danés clausuraba, a su pesar, su corta pero intensísima trayectoria como cineasta tras aportar a la historia del cine algunos de sus títulos más representativos y demostrar que, siempre que se posea el talento necesario, y en el fluía siempre con rigor y en abundancia, se pueden alcanzar metas artísticas sobresalientes.

Inspirada, como no podría ser menos tratándose de un realizador tan severo y autoexigente, -existe edición española- en la excelente obra teatral homónima y autobiográfica del escritor sueco Hjalmar Söderberg, Gertrud deviene, desde sus primeras secuencias, en una profunda meditación de carácter metafísico acerca del amor y de los misteriosos e ingobernables rumbos que este toma siempre y cuando no haya barreras morales que lo detengan. La protagonista, una mujer joven y atractiva casada con un prestigioso político, que busca en el amor de otros hombres el equilibrio emocional que no encuentra junto a su marido, afronta la lucha diaria de la convivencia intentando romper las pesadas amarras que le impiden reemprender la búsqueda de su felicidad personal con nuevas experiencias sentimentales con las que intenta, inútilmente, alejarse del calvario que arrastra en su tediosa y rutinaria vida conyugal.

Tras diez años de forzada inactividad como director, Dreyer, cuya excelente filmografía no sobrepasó los catorce títulos, logró rodar esta su última película gracias al apoyo financiero que le prestó, no sin reticencias, Tage Nielsen, director por entonces de la Palladium Film y productor, a la sazón, de La palabra, trabajo por el que obtendría el León de Oro en Venecia y que le facilitaría, de cara a la crítica, el rango de maestro supremo del arte cinematográfico. Pero el hecho de que los costes de esta película se dispararan y sus resultados comerciales no fueran los que esperaban sus productores, ralentizó las negociaciones entre Nielsen y Dreyer para cerrar un nuevo acuerdo de producción que propiciara la puesta en marcha de su nuevo proyecto, no tan costoso aunque mucho más arriesgado que los anteriores.

A partir del drama de Söderberg, estrenado con un enorme éxito en los escenarios de Copenhague en 1906, el autor de Vampyr (1931/32) consigue llevar a la gran pantalla lo que, indudablemente, representa una de las piezas imprescindibles de la historia del séptimo arte, así como la fuente de inspiración de no pocos cineastas de notables credenciales artísticas, como Robert Bresson, Yasuhiro Ozu, Ingmar Bergman, Andrezj Tarkovski o Krzysztof Kieslowski, una película cuya complejidad espiritual y envergadura estética siguen despertando, a más de cincuenta años de su estreno comercial, auténticas pasiones entre la comunidad cinéfila del mundo entero.

La película, recibida en su día con escaso entusiasmo, se ha transformado malgré lui en el filme testamentario de Dreyer, el último eslabón de una obra íntima, hermosa, honda y lúcida que ha conseguido ejercer mucha más influencia que lo que algunos historiadores le adjudican pues, como es bien sabido, su proyecto de llevar la vida de Cristo al cine con el título Jesús, el judío, inspirada en diversos textos poco divulgados sobre la vida del Mesías, quedaría definitivamente frustrado tras su muerte repentina. Como en sus anteriores trabajos, el maestro escandinavo nos sumerge en un universo visual denso, casi ingrávido, habitado por un puñado de personajes que bucean en el profundo abismo de sus frustraciones, buscando una salida que les aleje de sus fantasmas personales.

Dreyer, que llevó su conocida pasión por la experimentación formal más lejos que nunca, empleó mucha agudeza para medir cada mínima inflexión de la puesta en escena, cada giro dramático, cada encuadre, cada impulso narrativo, cada silencio, cada enfoque fotográfico? Los planos, concebidos con una admirable pureza caligráfica, discurren bajo una sensación de serena abstracción, de levedad, como si cada imagen que pasara ante nuestras retinas tuviera vida propia y no necesitara de otras para afirmar su función narrativa en el conjunto de la película.

Pero no todo fue miel sobre hojuelas para esta singular obra maestra. La escasa repercusión que tuvo en un principio entre el gran público y la crítica supuso un durísimo varapalo para el veterano cineasta que, sin poder explicárselo, acabó encajándolo y continuó enfrascado en sus próximos proyectos -una adaptación de Medea de Eurípides y la citada biografía de Jesucristo- que, por desgracia, su fallecimiento, acaecido en marzo de 1968, le impidió concluir. Pese al fracaso descomunal que supuso su estreno en París el 18 de diciembre de 1964, donde permaneció sólo quince días en cartel, Gertrud llegó a desatar, algunos meses más tarde, un auténtico diluvio de alabanzas gracias en parte a los encendidos elogios que le tributaron desde las páginas de Cahiers du cinéma algunos de sus más conspicuos colaboradores, que supieron ver en las severas y poderosas imágenes de Dreyer un drama de una intensidad y hondura inusitadas.

La película, que resiste admirablemente el paso del tiempo, describe el profundo conflicto ético de una esposa incapaz de conservar la estabilidad emocional con ninguno de los tres hombres con los que mantiene relaciones sentimentales: su esposo, su antiguo prometido y su joven amante. Un conflicto que el director explora con minuciosa precisión y del que extrae sabias reflexiones acerca del inaprensible mundo de los sentimientos y de la inutilidad de perseguir ciertas utopías en una sociedad sembrada de trampas, autoengaños, temores y prejuicios.

En La palabra, otro de sus excelentes ejercicios de introspección dramática, Dreyer nos introduce, como en Gertrud, en los oscuros laberintos de la emoción. Esta vez sus personajes habitan unos escenarios inhóspitos, en la zona occidental de Jutlandia, donde todo es horizonte y desolación, frío y desesperanza, plegarias y penumbra. En medio de un tenso debate entre la intransigencia moral de unos y la voluntad regeneradora de otros, muere una joven durante un parto causando la consiguiente aflicción entre sus seres queridos, pero gracias a un acto de fe, del que participan quienes demostraron siempre su confianza en las bondades de la difunta, esta logra volver a la vida creando una nueva perspectiva en el apesadumbrado clima familiar.

"El núcleo dramático del film lo forman sus contrastes: entre el mundo de los hombres y el de las mujeres; entre la optimista y alegre vida cristiana de la familia Borgen y el oscuro fanatismo pesimista del sastre del pueblo; entre los viejos y los jóvenes, y entre los cuerdos y el loco, que es el instrumento del milagro. En La palabra Dreyer intentó conseguir una mayor simplicidad. La sobria interpretación, los decorados simples, los primeros planos flotantes, los largos planos-secuencia, las serenas panorámicas y tavellings, y el deliberado ritmo lento de la película, se combinan entre sí de una forma muy convincente" Con estas palabras Ib Monty, director del Danske FilmMuseun, en su texto introductorio a la edición en español de Sobre el cine, de Carl Th. Dreyer, define con meridiana claridad la estructura dramatúrgica sobre la que reposa esta hermosa y estremecedora película que obtuvo, insisto, entre otros muchos galardones, el prestigioso León de Oro a la Mejor Película en la Mostra de Venecia.

Con La pasión de Juana de Arco, asunto que no en vano abordaron también en sus respectivas carreras, entre otros, directores de la talla de Cecil B. de Mille, Rossellini, Bresson y Fleming por su estrecha relación con un tema tan recurrente como el de la represión religiosa o la discriminación histórica de la mujer, Dreyer marca definitivamente el ámbito estético e ideológico que transitará hasta su muerte el 20 de marzo de 1968, dejando tras de si un período de más de quince años en los que fue prefijando su propio estilo a través de nueve largometrajes y una veintena larga de cortos que, con mas o menos éxito, consiguieron allanarle el terreno para afrontar el tramo más apasionante de su carrera, iniciado precisamente con este magnético filme. La película, sobre la que se han vertido los comentarios más elogiosos desde su estreno en París en octubre de 1928, no gozó sin embargo del aplauso del público ni, desde luego, de los sectores más reaccionarios de la crítica europea que llegaron a calificarla, ante el asombre de sus legiones de admiradores, de "obscena, irreverente e iconoclasta" (sic)

A propósito del éxito cosechado en la capital francesa, Luis Buñuel subrayaba en el número 43 de la legendaria La gaceta literaria: "acaba de nacer un auténtico mito de la historia del cine, una de esas películas de las que todo el mundo ha oído hablar aunque no la haya visto, verdadero monumento a las potencialidades de un medio todavía joven y paradigma incuestionable del afán de su director por llevarlo hasta sus límites plausibles". En eso se convirtió, con sólo catorce largometrajes, este infatigable demiurgo del cine: en una pieza esencial para comprender la complejidad inherente a un arte que él, en gran medida, contribuyó a engrandecer mediante el uso aplicado y generoso de su prodigioso talento visual.

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