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Stephen King defiende su corona

El rey del escalofrío vuelve por sus fueros más terroríficos en 'Revival', una novela que plantea un viaje al más allá a través del poder sobrenatural de la electricidad

Stephen King defiende su corona

La última obra maestra de Stephen King fue 22/11/63 pero no bebía de las malévolas fuentes del terror sino de la fantasía engarzada al thriller. Después facturó una simpática novela corta, Joyland, la irregular secuela de El resplandor y un policiaco muy especial aunque imperfecto, Mr. Mercedes. Todo ello a la velocidad del rayo. Con Revival, y ante el frenesí creativo del autor, había muchas dudas sobre su calidad, por fortuna infundadas. Se nota y traspasa: King ha querido rendir homenaje al gran Arthur Machen de El gran Dios Pan y a la Mary Shelley de Frankenstein y ha salido airoso. La idea le rondaba ya la cabeza desde que era un niño (los miedos infantiles se pegan como lapas a la memoria, y más si es un granero de recuerdos como la de King) así que la apuesta es extremadamente personal. Tanto que por sus páginas desfilan muchas de las obsesiones habituales de King, a las que hay que añadir una que cobra una importancia capital en el catálogo de penas que exhibe: la vejez. Revival es la despiadada crónica del derrumbe vital de sus personajes principales, cargada de dolor, fracaso, impotencia. Los admiradores de King aún no hemos olvidado el desasosiego que nos inoculó con uno de sus libros más brutales, Cementerio de animales. Aquí consigue lo mismo por vías distintas.

Octubre de 1962. Por supuesto, estamos en el estado de Maine. Un niño, Jamie Morton, juega con sus soldaditos de plástico. Americanos matando "boches" en "Monte Calavera". La sombra de un adulto le invade. Un "eclipse humano". Primero de los muchos presagios de una novela repleta de ellos (hay otro, un beso romántico entre el humo de un pitillo, que anuncia un episodio terrible y aún así lírico al final). La sombra pertenece al reverendo Charles Jacobs, un buen tipo casado con la mujer de su vida y con un hijo por el que siente devoción. La amistad entre el niño y el adulto permite al primero conocer la gran afición del segundo: "La electricidad es una de las puertas de Dios para acceder al infinito". Jacobs ama la electricidad y experimenta con ella. Cuando la tragedia se ceba en él, el desgarro le arranca de cuajo la fe y pasa directamente a odiar a Dios. A querer vengarse de él. Y, de paso, cantarle las cuarenta a los crédulos fieles en un "Sermón Tremebundo" que vacía la iglesia y le deja sin trabajo.

Tras una escena que recuerda aquel prólogo incendiario de La noche de la iguana en la que Richard Burton se quedaba solo en la iglesia después de lanzar rayos y truenos por la boca, King convierte a su personaje en una especie de obsesivo y enloquecido capitán Ahab que persigue a la ballena blanca que le arrebató lo que más amaba. King no sigue directamente a Jacobs. Nos lo encontramos cuando entra de nuevo en la vida del joven Jamie, que abandona la niñez para convertirse en un guitarrista (King posa en la solapa con una guitarra, se sabe desde siempre que le apasiona) del montón que poco a poco entra en un túnel sin salida de adicciones (el pasado del autor en ese campo es sobradamente conocido) y pesares inextinguibles. Le veremos enamorarse de la bella Astrid, perder a muchos seres queridos, estrellarse contra el muro de las lamentaciones. King deja a un lado el terror puro y duro para dedicar sus esfuerzos en convertir a Jamie en el perfecto contrapunto dramático de Jacobs, el vengativo. Jamie es, sin tanto dolor ni tanto odio, un ser decepcionado y con la memoria en carne viva. Cuando se reencuentra con Jacobs en una tenebrosa feria digna de Ray Bradbury, éste se ha convertido en un "Retratista de los Relámpagos" , en un sanador "milagroso" que se sirve de la electricidad para tener a su lado una corte de seguidores que "no buscan la verdad buscan la curación". Vengarse de Dios burlándose de la gente, así lo resume el discípulo de un hombre que, como el doctor Frankenstein, ha perdido la fe y la cabeza por un dolor sin fin y busca la "electricidad secreta" para encontrar respuestas a la gran pregunta que acompaña al ser humano desde que tiene uso de razón: qué hay más allá.

Lo que hace de Revival una novela extraordinaria es que los caminos que sigue para arrojar al lector al pozo más negro del terror (lo advierto: la parte final, una explosión acongojante de horror y delirio, puede producir un desasosiego del que cuesta desprenderse) son inescrutables. Imprevisibles. Durante muchas páginas, King abandona el área fantástica para concentrar todo el fuego de artillería en la progresiva e implacable autodestrucción de Jamie, al que vimos con seis años y le veremos llegar a los 56 literalmente arrollado por esa rueda que es la vida, "que vuelve siempre al mismo sitio". Como ese poste de hierro que recibe los rayos en una apoteosis eléctrica tan hermosa como aterradora (palabra de King), Jamie y su mentor soportan en vida un infierno que, tal vez, sea mejor que lo que nos aguarda en un hipotético más allá.

A sus 68 años, el hombre que utiliza sus propias vivencias horripilantes para inspirarse (un atropello que casi le cuesta la vida se ha convertido en una obsesión repetida con frecuencia) ha escrito en poco más de 400 páginas (evitando así su a veces fatigosa tendencia a la dispersión y la acumulación de hojarasca) una nueva inmersión en el imaginario mefistofélico donde el azar hiere y la madurez se alcanza a golpes. O a hachazos.

Salir en defensa de Stephen King a estas alturas es tan absurdo como discutir con quienes consideran que Steven Spielberg es un simple recaudador de dólares. El éxito abrumador de King y su desparpajo a la hora de publicar (claro que hay títulos que se podía haber ahorrado, pero incluso en los peores hay páginas magníficas) le condenan al prejuicio sistemático de quienes son incapaces de valorar un talento fuera de lo común para construir personajes con infinidad de matices, escenificar lugares con una precisión incuestionable y, cuando acierta, meter miedo en el cuerpo a sus lectores sin perder su afable sonrisa. Los que han tragado saliva con los libros de Stephen King saben muy bien por qué sigue siendo el rey: trasvasa sus propios miedos al lector. Es su electricidad secreta, la literatura como puerta al infierno que nos habita.

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