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arte exposiciones

El taller del imaginario

'Dimes y diretes, rostros', de Paco Rossique, nos mete en un mundo de comadres y porterías, pequeño gran infierno del comentario ocioso

'Descarada'. LA PROVINCIA / DLP

Es una espléndida mañana de otoño no otoñal, o de verano tardío canario y entro en una singular galería. Para mis adentros siempre lamento que el Circo y sus espectáculos (especialmente los payasos) hayan desaparecido del mapa, que las ferias ambulantes sean cada vez más escasas, y que ninguna barraca de los horrores haya recalado por nuestras tierras (quizás vino y nadie lo comentó). No tenemos, en mi amada y odiada ciudad, ningún Madame Tussaud's, ningún archivo de patologías médicas que exhiba, a modo de documento casi místico, los estados de la histeria y las imágenes de la alienación. Pero Paco Rossique sigue pintando, y sigue siendo fiel a su rara y fabulosa crónica del ser y la personalidad, aunque no le dé para vivir bien y aunque se espacien mucho sus exposiciones. Hace tres lustros le hice una primera crítica a un pintor que sintetizaba como pocos y con una elegancia inhabitual, un sinfín de referencias y referentes. El suyo era un amplio paseo por los extremos de las vanguardias modernas, una destilación solitaria del expresionismo y el realismo-mágico, de la pintura naïf y el art brut, un suprarrealismo que reconociendo sin trabas sus orígenes era a la vez esencialmente personal, y triste, y lúdico. Él y otros, cuyo rastro he perdido (Elena Galarza, por ejemplo), hacían una pintura eminentemente icónica que luego no remitía a ningún icono. Sacaba (y saca) de la chistera a mil personajes que hemos visto o hemos sido y los barajaba en el aire. Paco Rossique era entonces un maestro de circo que ponía a andar en el aire toda suerte de historias, épicas o cómicas, muy serias aunque tan inocentes. El tiempo le ha hecho, u obligado, a concretar, y sin abandonar el formato medio, ha condensado crítica y sesudamente los trazos y los mecanismos de su gran teatro de la imagen.

Dimes y diretes, rostros, el enigmático título de su actual muestra que todo lo dice pero nada acaba explicando, nos mete en un mundo de comadres y porterías, pequeño gran infierno del comentario ocioso, que de alguna manera conforma a los extraños personajes y complejos seres que tejen su narrativa visual. Sus rostros, todos en pequeña dimensión, corresponden aisladamente a personajes históricos, pero más que seres reales fijados por el pincel son semblantes tipo, tipologías que presentándose como iconos subvierten y contradicen frontalmente lo que es el icono, una imagen concreta que se establecerá cómo un eslabón cultural de la identidad.

La señora "mayor" (la dama de cierta edad) que luce las arrugas fosilizadas de su cuello es, a/: una adalid del envejecimiento inteligente, aquel que con dignidad y naturalidad sobrellevaron nuestras abuelas, b/: una activista anti cirugía plástica o c/ una mujer un tanto excéntrica que exhibe los estragos de la edad con diagnóstico de cierto desequilibrio ¿Cuál de las tres categorías, la qué elijamos? Las tres en realidad, pues es una síntesis, además de un retrato atípico y paródico. ¿El artista bohemio tocado con su gorro, gafas premeditadamente plásticas, paleta y pincel sobresaliente, es una imagen exitosa, patética o candorosa de eso que se llamó y fue la bohemia (aniquilada por la Europa Unida del miedo al no salario y el impago)? Retrata cada una de estas acepciones y también se formula como un anti retrato, pues no deja de ser autoparódico. La Descarada, que luce corte de pelo y estilismo a la moda ¿es realmente chic o zozobra en el mal gusto y en lo inapropiado para su edad? Ambas cosas, y funciona como un revés retratístico, es una huella de una identidad que fue, hasta quizás? un espectro. O una posible invitada al teatro madrileño de Alaska y Vaquerizo.

Cada uno de estos muy densos y cromáticamente boyantes Rostros es un ejercicio de tipología abierta, un estudio de ironía existencial y una exploración "expresiva" de una alteridad, de otros yoes latentes que subyacen cuál espíritus perdidos el imaginario de nuestro tiempo. Paco Rossique puso en marcha su teatro del ser, su tragicómico deambular por las máscaras de quienes somos hace más de veinte años. Ricos eran en aquella época sus recursos ilusionistas, mas lo que aún no acusaban era la devastadora impronta de la imagen digital, esa simultaneidad de la imagen y la información que los pensadores posmodernos inicialmente saludaron con albricias (después, listos ellos, se desdijeron).

En Dimes y diretes, su también vasto, oscuro y gozoso tapiz del sentido, Rossique remeda, tanto en la técnica multicapa (fondo pintado, recorte collage, recalcar de líneas y formas) los efectos insondables de la imagen y la palabra continua, cómo lo enunciado y los objetos se apartan de su sentido y asociación, o cómo los evocan y almacenan. Por eso el recurso al grabado antiguo del diecinueve, al formalismo técnico-científico de una época que parecía asegurarnos de que una jaula era una jaula y un deportista sincero un deportista sincero. El inagotable humor del artista aflora en estos juegos de mano y de sentidos, en estas chanzas visuales, que más allá de Magritte nos devuelven plenamente el perdido teatro del absurdo.

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