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La ambición de un soñador

Francis Ford Coppola, un coloso del cine en horas bajas, recibe hoy el Premio Princesa de Asturias por una carrera con éxitos como ´El Padrino´ o ´Cotton Club´

La ambición de un soñador

El reconocimiento oficial que se le hace hoy en nuestro país a Francis Ford Coppola (Detroit, Michigan, 1939) distinguiéndole con el Premio Princesa de Asturias de las Artes no es en modo alguno un gesto para la galería, sino, por el contrario, un acto de rigurosa justicia ante una personalidad que ha aportado al mundo una obra creativa de dimensiones colosales en la que convergen ideas y reflexiones estrechamente relacionadas con algunos de los temas más inquietantes que asedian el convulso mundo que nos rodea. El poder, la desestructuración familiar, la Iglesia Católica, la violencia, el crimen organizado, la guerra, el honor, la corrupción, la delincuencia juvenil, la memoria histórica, la redención, la justicia? son sólo algunos de los muchos asuntos que tienen fiel reflejo en su brillante filmografía. Y aunque su talento no haya brillado siempre con la misma intensidad, el hecho de haber estampado su firma en trabajos tan prodigiosos como Apocalypse Now (Apocalypse Now, 1979) o El Padrino, su mítica trilogía sobre la mafia italoamericana, constituyen, sin lugar a dudas, el mejor salvoconducto para alcanzar la cima a la que aspiraría cualquier creador con ambiciones.

Si Coppola dispone hoy de un sitial de honor entre las grandes eminencias del séptimo arte no es porque se lo haya ganado a golpe de apaños, como suelen obtenerse este tipo de prebendas en el abstruso mundo de Hollywood -y en otros mundos no tan abstrusos también- pues la suya fue, desde sus inicios, una carrera planificada desde la modesta pretensión de un joven estudiante de cine de la prestigiosa UCLA (Universidad de California, Los Ángeles) de convertirse en un cineasta con voz propia, independiente, libre de presiones comerciales, innovador, audaz, visionario y capaz, por tanto, de provocar en el público las mismas sensaciones que le despertaron en sus años juveniles las viejas películas de los realizadores que tanto admiraba y que tantas veces le han servido de inspiración a lo largo de su fecunda carrera tras las cámaras.

Por eso, Coppola, hoy en horas bajas tras al fracaso estrepitoso de sus dos últimos filmes, se ha ganado a pulso su posición privilegiada en la historia del cine gracias a su perseverante actitud de rebeldía frente a un medio dominado por unos patrones de producción sometidos a la arbitrariedad de los grandes estudios y, sobre todo, por la admirable coherencia por la que ha combatido, contra viento y marea, durante sus más de cincuenta años de trayectoria profesional, legándonos obras, en algunos casos de una perfección inusitada, que han marcado a fuego una época, como es el caso de La conversación (The Conservation, 1974), un enigmático y alambicado thriller lejanamente inspirado en el caso Watergate; Apocalypse Now, la visita más delirante y sobrecogedora que ha realizado el cine norteamericano al infierno vietnamita, a partir de la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad; Tucker, un hombre y su sueño (Tucker: The Man and his Dream, 1988), un biopic con múltiples apuntes autorreferenciales sobre un ambicioso industrial del automóvil que persigue un sueño inalcanzable; La ley de la calle (Rumble Fish, 1983), un bello e inclemente retrato de la violencia juvenil y de la búsqueda de la redención en un mundo inmisericorde; Corazonada (One from the Heart, 1982), un ejercicio formal dotado de un gran magnetismo visual que, pese a las múltiples alabanzas de la crítica, no pudo evitar la ruina de su productora; Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker´s Dracula, 1992), enésima revisión de la inmortal novela de Stoker recreada con inusual maestría bajo una espesa y sombría atmósfera romántica, o su celebrado tríptico sobre la mafia (1972/l974/1990), verdadera catedral de un género que ha cosechado incontables obras maestras en el cine estadounidense durante las últimas décadas y que aún hoy sigue maravillándonos, entre otras muchas razones, por la inteligencia y precisión de su puesta en escena , así como por la crudeza sin paliativos con la que se muestran los complejos entresijos del crimen organizado en la América del pasado siglo.

Es más que obvio que, al igual que Fellini y su Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), Visconti y su El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), Welles y su Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), Ophüls y su Carta a una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), Ozu y su Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953), Hitchcock y su Vértigo (Vértigo, 1958), Jean-Luc Godard y su Al final de la escapada (A bout de souffle, 1959); François Truffaut y su Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959) o Andrei Tarkovsky y El espejo (Zérkalo, 1975), por citar algunos ejemplos incuestionables de cine imperecedero, el talento torrencial de Coppola ha aportado pautas imborrables para el desarrollo estético del cine del siglo XX, pautas que han quedado impresas en nuestras retinas como ejemplos supremos de libertad creadora y de inspiración artística en medio de un escenario cultural dominado por la tiranía de la banalidad y el consumo.

Su obra, ampliamente elogiada por la crítica internacional desde su debut como director en 1963 con la inclasificable Dementia 13, un thriller gótico de serie B producido por la legendaria American International Pictures de Roger Corman y con claras y abundantes referencias al cine de su admirado Hitchcock, destila originalidad por todos sus poros, a pesar de los diversos calvarios personales a los que tuvo que enfrentarse por su irrefrenable tendencia a los excesos presupuestarios y a otros costosos hábitos profesionales que provocaban la ira de sus productores y, en más de una ocasión, su propia ruina financiera.

No obstante, fue precisamente el propio Coppola, junto a Martin Scorsese, Dennis Hooper, Hal Ashby, Sam Peckinpah, Arthur Penn, Peter Bogdanovich, Mike Nichols, Monte Hellman, George Lucas, Steven Spielberg y George Roy Hill, entre otros, quienes contribuyeron, con sus planteamientos innovadores, a sacar a las grandes compañías de Hollywood de la profunda crisis en la que se vieron envueltas tras la masiva implantación de la TV en los hogares norteamericanos y los mensajes de innovación y cambio que llegaban, cada vez más nítidos, desde las jóvenes cinematografías europeas. El sistema de estudios, vigente en Hollywood prácticamente desde sus orígenes, inició entonces su lento declive dando paso a una pléyade de cineastas jóvenes que, como Coppola, lograron inyectar una nueva savia al cine norteamericano a través de una mirada que escudriñaba, sin prejuicios ni consignas de ningún género, el presente y el pasado de su país bajo la égida de un pensamiento crítico que empezó a calar en el imaginario popular a través de películas cargadas de un fuerte aliento reivindicativo.

A rebufo de este pujante movimiento, que reoxigenó las enmohecidas estructuras de la industria cinematográfica estadounidense, el 11 de marzo de 1972 se estrenaba en el Radio City Music Hall de Nueva York lo que, meses más tarde, se convertiría en uno de los sucesos más llamativos de la historia moderna del cine: El Padrino, una tragedia contemporánea instalada en el mismísimo corazón de la mafia neoyorquina donde se revisan en profundidad los esquemas tradicionales del cine gang y se propone un exhaustivo recorrido por las laberínticas ramificaciones del poder que, durante más de cincuenta años, ejerció, urbi et orbi, el mítico don Corleone y su indómito e implacable clan familiar.

Nada, ni siquiera la presencia carismática de un coloso de la talla de Marlon Brando, hacía presagiar un éxito taquillero tan espectacular. Sólo en sus nueve primeras semanas de exhibición en los cines norteamericanos superó la inalcanzable cifra de recaudación de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939) con más de 80 millones de dólares y el libro, que antes del rodaje ya se había convertido en un best seller, multiplicó sus ventas hasta alcanzar la friolera de 10 millones y medio de ejemplares. Pero los récords siguieron sucediéndose años después, cuando la Paramount decide renovar la confianza en el director y poner en marcha las dos partes restantes de la trilogía.

Sin embargo, el verdadero artífice de tan extraordinario acontecimiento cultural no fue, como algunos críticos sostienen, el escritor italoamericano Mario Puzo, autor de la novela original y coguionista del filme, cuya calidad literaria siempre ha quedado en entredicho a pesar de sus ventas millonarias, ni los recelosos gerifaltes de la Paramount, que no demostraron tener demasiada sintonía con el proyecto hasta que la Academia le otorgó a la película tres de sus más importantes estatuillas, sino a Coppola, un joven orondo, alto y barbudo cuyas credenciales curriculares incluían, además de cuatro largometrajes de bajo presupuesto y varias colaboraciones en el por aquel entonces incipiente cine independiente americano, los guiones de Propiedad condenada (This Property Is Condemned, 1966), de Sidney Pollack; ¿Arde París? (Is Paris Burnning?, 1966), de René Clement; y Patton (Patton, 1969), de Franklin Schaffner, más media docena de películas en las que figura como productor ejecutivo bajo el paraguas protector del gran Roger Corman, albacea también, durante sus primeros pasos profesionales, de otros ilustres colegas de Coppola, como Martin Scorsese, Dennis Hooper o Monte Hellman.

Para el papel principal, el del frío e indolente don Corleone, un patriarca con poderes absolutos para hacer y deshacer a su antojo en su poderoso imperio criminal, se comenzaron a barajar nombres muy dispares, como el mismísimo Laurence Olivier, George C. Scott, John Marley, Richard Conte e incluso Carlo Ponti, productor y marido de Sophia Loren, pero Coppola defendió, junto con Puzo, la candidatura de Brando, un actor que si bien no pasaba por sus mejores momentos profesionales, reunía las condiciones objetivas para componer convincentemente al temible mafioso, como así sucedió. Sea como fuere, lo cierto es que Brando, divo entre los divos, se prestó sin la menor reticencia a realizar una prueba filmada para poder acceder al papel, cosa teóricamente inimaginable en un ídolo de su talla.

Aquella elección, que no fue vista con muy buenos ojos por los regidores de la compañía, supuso, en cambio, para Brando su segundo Oscar y la oportunidad de desafiar a la conservadora industria hollywoodiense rechazando públicamente el galardón. Pero ésta no sería la única incidencia de la película digna de ser resaltada. Muchos meses antes, hubo intentos de incorporar al reparto a dos jóvenes y prometedoras estrellas que encarnarían a los sucesores directos del patriarca del clan: Peter Fonda y Robert Redford. Pero finalmente prevalecería también la opinión del director y del guionista fichando definitivamente a James Caan y a Al Pacino.

Se habla incluso de que la razón real de que muchos actores declinaran la invitación a participar en la película provenía de las presuntas amenazas y coacciones de determinados capos de la mafia que veían peligrar seriamente sus boyantes negocios ilegales si estos eran aireados en la pantalla. En cualquier caso, una fantasmagórica asociación autodenominada Liga Antidifamación Italoamericana, integrada, según todos los informes policiales, por miembros de la Cosa Nostra, se encargaba de dar permanentemente la murga a Coppola y sus huestes para hacer fracasar el proyecto. Así todo, la oposición más dura que soportó la película fue, una vez estrenada, la del New York Times cuyas críticas denunciaban, con manifiesta acritud, una supuesta apología del crimen organizado. Afortunadamente, no todos los críticos llegaron a tan retorcidas conclusiones, especialmente los europeos, que convirtieron el filme rápidamente en objeto de culto y en espejo de una modernidad que se abría camino en medio de una industria cercada por la mediocridad, la rutina y el artificio.

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