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cine 40 años de la muerte de franco

Los residuos de la censura

'El crimen de Cuenca', de Pilar Miró, fue el caso más escandaloso de intervención judicial tras la abolición de los controles del posfranquismo

'Los santos inocentes', de Mario Camus. LP / DLP

Hasta la desaparición del dictador, hace cuatro décadas, el cine independiente español se nutría sobre todo de la esperanza en un cambio político inminente que las tímidas aperturas iniciadas por el Régimen franquista en los años sesenta hacían presagiar, de la necesidad ineludible de romper con cualquier tutela política e implementar las bases legales necesarias que hicieran posible la recuperación de la libertad, tras tanto tiempo de privaciones. Más tarde, muy cercana ya la muerte de Franco, la posibilidad de que se hiciera visible tan anhelado momento se hacía cada vez más patente, la censura relajaba sus normas y el Ministerio de Información y Turismo, organismo del que dependían las autorizaciones preceptivas para que un proyecto cinematográfico tuviera luz verde para su realización o para un eventual estreno, persistía en mantener cierta distensión entre la Administración y la Industria que permitiera más flexibilidad en las normas de valoración vigentes.

El 15 de diciembre de 1976, un año después de la muerte del Generalísimo, un referéndum aprobaba el proyecto de reforma política planteado por el gobierno presidido por Adolfo Suárez. Con ello empezaba la segunda fase de la transición hacia la democracia que culminaría, en primera instancia, con la aprobación el 6 de diciembre de 1978 de la Constitución. Y casi un año más tarde, el 11 de noviembre de 1977, con la fuerte oposición de los sectores más afines a las esencias ideológicas del ancien régime, desaparecería de forma oficial la censura cinematográfica, subrayemos lo de oficial porque, de hecho, el sistema político que desaparecía dejaba serias fisuras que aprovecharían ladinamente los eternos enemigos de las libertades para poner palos en las ruedas del progreso e intentar judicializar cualquier caso relacionado con un guion o película acabada que socavara los supuestos principios morales o religiosos que alimentaban el establishment impuesto por Franco desde la toma del poder del Estado en abril de 1939.

En cualquier caso, hubo escándalos para todos los gustos. Desde películas que, según sus animosos fiscales, atentaban de manera manifiesta contra instituciones "intachables", como el Ejército o la Iglesia, o las que no guardaban el "decoro exigible" ante asuntos tan vidriosos como, pongamos por caso, el matrimonio, la corrupción, el mundo de las drogas, el sexo o la prostitución.

El crimen de Cuenca (1979), de Pilar Miró, que denuncia la ominosa conducta de la Guardia Civil ante dos campesinos de una aldea miserable en la España rural de principios del siglo XX que son torturados y encarcelados durante 18 años sin la menor prueba concluyente de su supuesto crimen fue, probablemente, el caso más escandaloso de intervención judicial tras la abolición de la censura. Los responsables de esta película, que se convirtió en emblema de un nuevo cine, libre y bizarro que nacía en una España timorata tras cuarenta años de represión cultural, fueron absueltos de los delitos que se le imputaban y acabó estrenándose dos años después con el consiguiente perjuicio ocasionado a sus productores y a su directora. Meses antes de su muerte, en octubre de 1997, Pilar Miró aún esperaba las disculpas de los muchos que, al amparo del proceso, activaron la famosa "máquina del fango", de la que habla Umberto Eco en su último libro, con un único propósito: arrojar sobre su honor personal todas las calumnias más inimaginables.

Otro filme emblemático de aquellos años, que sufrió las iras de la reacción política de la época y algún intento de sabotaje algunas fechas antes de su estreno, fue el excelente Los santos inocentes (1984), del santanderino Mario Camus, un áspero y complejo retrato de la España latifundista con la que sus dos protagonistas, Francisco Rabal y Alfredo Landa, obtuvieron en Cannes el Premio ex aequo al Mejor Actor. Inspirada en la novela homónima del escritor vallisoletano Miguel Delibes, su éxito marcó un antes y un después de las adaptaciones literarias en el cine español pues, a diferencia de otros grandes libros de referencia, la traducción visual que hace Camus no sólo respeta absolutamente el espíritu del texto de Delibes sino que aporta un conjunto de imágenes que potencian enormemente la fortaleza conceptual del libro original. La visión que ofrece el filme sobre el papel represor que desempeñó el caciquismo en el campo español constituye, treinta años después de su estreno en el prestigioso certamen francés, un paradigma del realismo en un país, no lo olvidemos, que sólo tres años antes había sido víctima de un golpe de estado por los poderes residuales de una dictadura, que se resistía a perder los privilegios conquistados durante ocho lustros de poder totalitario.

En 1976, año de partida del llamado período posfranquista, y con la censura aún vigente, Jaime Chávarri dirige El desencanto, un ejercicio catártico de exploración familiar, centrado en la figura de Leopoldo Panero, uno de los intelectuales más controvertidos del Régimen, bajo cuya demoledora estructura se desliza un ataque frontal a una España que ya ha cumplido su fecha de caducidad, una España en pleno proceso de descomposición que el clan Panero escenifica en la película con una clarividencia y sinceridad pasmosas. El desencanto, que tuvo su continuación ocho años más tarde con Después de tantos años (1984), bajo la batuta del desaparecido Ricardo Franco y con el canario Andrés Santana como productor, ocupa, por derecho propio, un lugar predominante en la producción cinematográfica española de aquella década de expectativas de cambio y de esperanza que empezaba a vislumbrarse en el país.

Otro acontecimiento crucial para el cine español durante la Transición fue, sin ninguna duda, la película de Juan Antonio Bardem Siete días de enero (1979), una meticulosa reconstrucción de los luctuosos sucesos acaecidos en un despacho de abogados laboralistas en la madrileña calle de Atocha donde fueron vilmente asesinados varios letrados y sindicalistas del PCE por un comando de la autodenominada Alianza Apostólica Anticomunista el 24 de enero de 1977. Escrita al alimón por el periodista y escritor asturiano Gregorio Morán y el propio Bardem, la película causó, como era de prever, un sonoro revuelo acompañado de violentas invectivas contra el autor de Muerte de un ciclista (1955). Los celosos guardianes del bunker desplegaron entonces todas sus influencias para que, pese a que la censura ya había sido oficialmente abolida tres años antes, desapareciera cualquier rastro de la existencia de esta contundente crónica negra de los años de plomo de la Transición.

Pascual Duarte (1975), del malogrado Ricardo Franco, inspirada en la novela de Camilo José Cela La familia de Pascual Duarte, ejemplo de austeridad y contención dramática en unos momentos particularmente delicados para la política española, pone el foco sobre el mísero panorama que ofrece, a principio del siglo XX, el campo español en medio de un país dominado por una política brutalmente represiva. Franco, cuyos enfrentamientos con la censura fueron incesantes dada la radicalidad ideológica con la que abordaba la mayoría de sus proyectos, sufrió los percances más surrealistas en su intento porque su película pasara los severos filtros de la censura sin el menor perjuicio para la misma. Curiosamente, y tal como ocurrió con Los santos inocentes, Cannes la distinguió con el Premio al Mejor Actor para un José Luis Gómez en perfecto estado de gracia en el papel de un desdichado campesino que acaba sus días ejecutado a garrote vil por un delito que no cometió.

1975 fue también el año de Furtivos, de José Luis Borau, otro de los grandes contenciosos que sostuvo el cine español con la censura franquista y al que, antes de su estreno, le fueron practicados no pocos recortes en los albores ya de la Transición. Borau, cuyos problemas con los censores del Régimen ya empezaron a surgir con Hay que matar a B (1975), su anterior trabajo como director y guionista, revela en este extraordinario filme una sensibilidad especial para retratar, con inusitada valentía, un momento de la vida política española en el que las élites franquistas, perfectamente encarnadas en la figura del gobernador civil que interpreta el propio Borau, persisten en mantener el vasallaje de las clases populares intentando a toda costa comprar su silencio.

Hubo también otros títulos, de gran influencia en el género documental, como Canciones para después de una guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) o Caudillo (1975), dirigidas por Basilio Martín Patino que, por razones políticas más que obvias, sufrieron especialmente los rigores de los inquisidores pues, si había un soto tema innegociable para la censura ese era, naturalmente, el cuestionamiento de la figura del general rechoncho y de voz atiplada que trasformó este país, durante cuatro largas décadas, en una fatigosa y cruel pesadilla.

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