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cine

Tati y la civilización del confort

La edición en BD de la filmografía integra del director, maestro en las artes del humor y la parodia, rescata la memoria de una de las figuras del género

Tati y la civilización del confort

Quienes lo ven por vez primera nunca lo olvidan, ni siquiera los detractores del humor excéntrico y fisgón del que siempre fue uno de sus más audaces y lúcidos exponentes. No sólo por su contrastada maestría como actor, guionista y director, sino por los rasgos personales que hacían de él un personaje cómico irresistible, fuera de norma: su metro ochenta y siete de estatura, su eterna y estrafalaria gabardina, su inseparable pipa, su viejo paraguas, su semblante entre caballeroso y estupefacto y las rítmicas zancadas con las que se movía de un lado para otro sin que casi nadie se apercibiera de su presencia son algunos de los signos externos de su poliédrica personalidad como showman en medio de un mundo ensombrecido por el consumismo, el estrés, la incomunicación y la banalidad más absoluta. Tati se inventó un personaje a su medida, el del observador impenitente que contempla la vida como un circo con varias pistas en el que se desarrolla, a modo de bucle, el espectáculo cotidiano de una vida marcada por el aburrimiento y la rutina.

Siempre mostró, incluso en sus esporádicas apariciones televisivas, un aire de hombre inadaptado, sorprendido, algo marciano, incapaz de sumergirse en esa espiral de repetición y automatismo sobre la que gira la vida moderna, tal y como lo deja bien patente en sus películas, pero particularmente en Playtime (Playtime, 1967) y en Tráfico (Trafic, 1970), en las que su capacidad de observación se hace, si cabe, más visible y mordaz aún que en sus primeros trabajos. Era la suya, en resumidas cuentas, la mirada del outsider, de un personaje que, como los que pueblan el universo de Sam Peckinpah, contempla la vida desde la superioridad moral que te proporciona el conocimiento de una realidad hostil a la condición humana que te resistes a compartir aunque, a diferencia del autor de Grupo salvaje (Wild Bunch, 1968), los de Tati son personajes anónimos, banales, indiferentes a lo que sucede a su alrededor, pasivos, sin la menor consciencia de que forman parte de un engranaje social que gira y gira como una noria sobre sus insignificantes vidas.

Aunque su obra cinematográfica como director, iniciada en 1938 con el cortometraje Retour a la terre, se resume solo en seis largometrajes y dos cortos, la figura del gran Jacques Tati (Le Peck, 1907/París, 1982) constituye un eslabón esencial para la evolución histórica del cine cómico de la posguerra. Tanto como lo fueron, gracias a sus brillantes carreras, Charles Chaplin, Fatty Arbuckle, Buster Keaton, Max Linder, Ben Turpin, Harold Lloyd, Harry Langdom o sus compatriotas Pierre Etaix y Fernandel, con la peculiaridad de que estos maestros incuestionables en las artes del slapstick acumulan un currículo profesional mucho más abultado y por tanto su presencia ha logrado un mayor arraigo en el imaginario popular que el conseguido por este inclasificable genio de la mímica que, por desgracia, hoy sigue siendo, entre las generaciones más jóvenes de espectadores, un perfecto desconocido.

Cuesta admitirlo, tratándose de un cineasta de su valía, que atesora, además, tres grandes obras maestras como mínimo, pero así es. De ahí pues que nos congratulemos con la reciente aparición en el mercado del Blu ray de un lujoso pack que recoge su obra íntegra -incluyendo sus siete cortos como actor y/o director-, toda meticulosamente restaurada, que permitirá, a quien lo desee, saldar la inexcusable deuda pendiente con este maestro imprescindible al que se le deben algunos de los títulos más hilarantes e ingeniosos de un género al que se consagró en cuerpo y alma durante sus cuatro décadas de carrera tras las cámaras y que, como los grandes creadores, dejó marcada su propia impronta autoral con un exiguo aunque prodigioso legado artístico.

Es el suyo, por tanto, uno de los fenómenos más atípicos y desconcertantes de cuantos ha generado el cine en toda su historia pues, siendo un actor y realizador que supo impregnar todos sus trabajos de una visión muy personal de la comedia, de la sátira y del gag visual, jamás llegó a disfrutar del reconocimiento masivo del público, ni siquiera en su Francia natal, donde el apego a los valores domésticos en detrimento de los foráneos siempre ha constituido una de las principales señas de identidad nacionales. El hecho de haber practicado un género popular por excelencia, como la comedia costumbrista, añade aún más extrañeza a la injusta marginación a la que ha sido condenado durante tanto tiempo por el público y el vacío inexcusable al que lo han sometido los distribuidores durante décadas.

Debido tal vez a su peculiar concepto de la vida social, muy alejada de los estereotipos que han presidido tradicionalmente el género, o porque sus películas nunca disfrutaron de la distribución que merecían al ser él el productor de sus propios filmes y siempre al margen de las grandes multinacionales del sector, lo cierto es que su obra, pese a todo, ha logrado trascender por sí misma como un sólido ejemplo de coherencia estilística, imaginación y sentido de la modernidad, tres virtudes que han permanecido intactas después de los muchos años transcurridos desde su irrupción en el cine con Día de fiesta (Jour de fête, 1949), una entrañable comedia de ambiente rural en la que un jovial y voluntarioso cartero, encarnado por el propio director, se afana en desempeñar lo mejor posible su oficio para alegrarle la vida a los vecinos en medio de una luminosa jornada festiva, aunque no siempre lo consiga.

Más que extrovertido y explícito, como en el caso de Chaplin o Linder, el humor de Tati se repliega al terreno de lo insinuado, de lo entredicho, de lo sugerido. No se percibía en su cine esa mirada lacónica sobre el mundo que palpita constantemente en la obra de Keaton ni el continuo flujo sentimental que se desliza en casi todos los trabajos de Chaplin. Tampoco había en su estilo la menor voluntad de ser especialmente corrosivo que sí planea a menudo, por ejemplo, sobre el cine de los hermanos Marx o sobre el humor demoledor y caótico de Jerry Lewis. Su particular veltanschauung va en otra dirección. Se encamina más al cerebro que al estómago, más a la sonrisa cómplice que a la carcajada. Sus películas tenían además la rara habilidad de suscitar la reflexión, en medio de la risa, acerca de los pequeños detalles que integran la vida cotidiana y la áspera relación del hombre con su entorno, conectando con un cierto humanismo que denuncia en voz baja, pero con notable contundencia, la actitud mecanicista que controla la mayoría de los actos en la vida moderna.

"Tati, según Esteve Riambau, es el inocente enemigo de la civilización moderna, de los grandes edificios o de la sociedad del automóvil que satisface la mala conciencia de los espectadores. Su humor es demasiado sofisticado para los niños y demasiado infantil para los adultos". Su pensamiento, como el de cualquier fiel observador del mundo que nos rodea, está cargado de grandes verdades, de realidades que están a la vista de todos, pero que a menudo pasan inadvertidas para la mayoría. Supo dotarse, como muy pocos, de la sensibilidad visual necesaria para transmitir, mediante una puesta en escena milimétrica, esos detalles tan reveladores que muestran la foto fija de una sociedad empeñada en repetirse a sí misma y en convertir al individuo en pasto de la monotonía y de la inacción.

Aunque Día de fiesta supuso su debut en el largometraje en su triple condición de actor, director y guionista además de la resurrección en Francia del cine cómico tras los duros años de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, su verdadero salto al vacío hacia la consecución de un nuevo personaje y de una nueva estructura cinematográfica verdaderamente innovadora respecto a las tendencias del momento lo dio con Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1951), un filme intraducible en palabras en la que su protagonista, el pintoresco Monsieur Hulot, aglutina una serie de simples observaciones de la vida cotidiana en un típico balneario de la Costa Azul. Pese a tratarse de un filme marcadamente experimental, del que existen dos montajes más, uno de 1953 y otro de 1978, su éxito colocó a Tati en el punto de mira de la crítica internacional y en el palmarés del prestigioso Festival de Cannes.

También fue en este certamen donde, siete años después, volvió a cosechar clamorosos aplausos tras el estreno de Mi tío (Mon Oncle, 1958), otra comedia a contracorriente en la que su abierto interés por la incidencia de la modernidad en el comportamiento del hombre contemporáneo constituye su tema medular. Tati, el tío jovial, ameno y soñador que rehúye el falso confort que le proporciona una casa dotada de los más sofisticados avances tecnológicos, busca inmediatamente la complicidad de su joven sobrino, tan refractario como él al nuevo orden que propone el recién estrenado hogar familiar, creando un simpático frente común contra el insufrible aburrimiento de un mundo aséptico, gris e impostado.

Casi diez años después de Mi tío, Tati, al que no le preocuparon nunca las prisas por nutrir su currículo profesional, consigue la financiación necesaria para rodar Play Time (1967), su tercer largometraje. Y aunque con una trama argumental mínima y con actores profesionales, consigue articular magistralmente uno de los discursos críticos más agudos y sorprendentes sobre el obsesivo afán de la sociedad moderna por levantar paraísos artificiales como mecanismos compensatorios. Más pintoresca e irónica que ninguna, Play Time es un ameno y ocurrente retrato de la civilización del confort al que Tati inyectó toda su incisiva sabiduría a través de un carrusel de imágenes que muestran lo que el ojo humano no percibe habitualmente: la realidad que queda sepultada bajo el oropel del artificio y el autoengaño en una sociedad abandonada a su propia inercia modernizadora.

En Tráfico y Zafarrancho en el circo (Parade, 1974), sus dos últimos trabajos, Tati incide nuevamente en su obsesión por retratar el mundo desde su peculiar poética personal, mostrándonos un escenario social sembrado de imposturas y de actitudes mecánicas que retratan, en clave paródica, el perfil de una época condicionada por la angustiosa necesidad de actuar siempre a merced de lo que marcan los tiempos o, lo que es lo mismo, al margen del sagrado derecho a actuar libremente, sin imposiciones ni consignas de ningún género.

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