Era lógico que en un hondo y lúcido tratado integral sobre la condición insular (atlántica) -siempre necesariamente intertextual- apareciera la indispensable alusión a ese fragmento de El innombrable, de Samuel Beckett, que llevamos grabada a fuego en el entrecejo y en las posaderas, y que aquí se cita al completo:

"La isla, estoy en la isla, no he abandonado nunca la isla, pobre de mí. Creí entender que me pasaba la vida dando la vuelta al mundo, en espiral. Error, donde no ceso de dar vueltas es en la isla. Lo único que conozco es la isla nada más. Y tampoco la conozco, pues nunca tuve fuerzas para mirarla".

Solo que Miguel Pérez Alvarado (Las Palmas de Gran Canaria, 1979) la sitúa significativamente a la salida del libro, vaciada ya del dramático sentido de la soledad y el aherrojamiento que le dio el escritor irlandés, quien, en su afán de trasterrarse y liberarse en vano de la isla, hasta cambió de idioma. Miscelánea geo-poética, pero también poe(lí)tica -donde se explica, por ejemplo, que "ante la amenaza de los viajeros extranjeros, entramos en el hogar antes que en la patria", o que la carencia de asideros debe ser un estímulo creativo y más nunca un escollo-, Tras la sístole. Viaje y escritura insular (Mercurio editorial) es un libro-isla, que otorga a la(s) Isla(s), hermosamente, el movimiento concéntrico de un corazón bombeando la sangre del mar. Las propias reflexiones del autor vienen precedidas por el latido de pertinentes citas, en su mayoría de la tradición insular, y la salida final de Beckett le da pie para celebrar, justamente, la islatura infinita, que no admite venidas ni regresos... "No vine. Abro flores desde dentro (...) No regresaré... la semilla o el salto o la sed sin retorno amanecen", concluirá nuestro islo-nauta.

"El origen está aquí, no detrás", nos previene ya en el introito del libro, su tercer ¿poemario?, para revertir en un gozo de inedición permanente la cadena perpetua de que "la isla no se acaba nunca". Basta ya de maniqueísmos y autoconmiseración, parece decirnos el autor, empezando por invalidar el propio lamento beckettiano: "Pobre de mí", que no he salido de la isla... Nuestra redención solo puede provenir de proclamar, como un Nietzsche ensalitrado, el sí' de Sísifo.

Operando, ciertamente, como un médico homeostático, Pérez Alvarado parece advertirnos de que los males seculares de la insularidad se curan con más dosis de insularidad (o de insulina mental y espiritual), con solo abrir la espita y romper los viejos esquemas perceptivos... Para empezar, nos engañaron con definir la isla, casi a corro escolar, como una porción de tierra rodeada de agua por todas partes, cuando en realidad, "la isla es el espacio abierto por la orilla sin fin". El autor combate el nocivo maniqueísmo del adentro y el afuera (la isla y el mundo, en la propia sentencia de Beckett) en el imaginario insulario. Y, paralelamente, entre "el hogar y el viaje", pues, en ninguna parte como en una isla, confluyen tan indisociables ambas dimensiones. El viaje por la orilla sin fin, aquí y en Pekín, es lo constitutivo del cuerpo-alma insular. "La isla aloja dentro de sus claustros circulares las fuerzas contradictorias del hogar y del viaje", apuntala Pérez Alvarado, para cuestionarse y cuestionarnos: "Cuando salimos de las Islas, ¿abandonamos el origen o vamos en su busca?", y festejar, en parte, que el dilema quede irresoluble, pues esa pregunta misma es lo que alimenta nuestra tradición poética y pensante.

Deudor, en la tónica del libro, de la Poética del espacio, de Gaston Bachelard, para quien "es el ser una enfermedad del movimiento", y no a la inversa, el autor de Tras la sístole... bebe, sobre todo, de la luminosa "teleología de lo insular" de Lezama Lima, quien cifró en el 'sentimiento de lontananza' que se sustancia desde la orilla marina el centro de gravedad del insular.

Pero ("sístole y diástole infinitos" del organismo-isla) su lectura me ha recordado, asimismo, el incómodo aviso a navegantes del antropólogo Remo Guidieri: "El sedentario es un necio nómada que funda un hogar: desvaría en círculos, arrastrando los pies". Tal vez quepa inferir en el discurso de Pérez Alvarado que el origen de los males de la percepción insular (lo que nos acompleja, muchas veces, como 'culimundistas' desatendidos y aislados) radica en el inmovilismo de falsos sedentarios. "En el nómada, movimiento y hogar coinciden superpuestos", subraya. Y eso es lo que somos los insulares, antes que nada: nómadas a perpetuidad, en el interior o en el exterior de las Islas, indistintamente. Pues para el viajero insular (valga la redundancia), origen y destino "se comban, convergen y entreveran de lugares y tiempos distantes. Cuenta la intensidad, no la sucesión; la luz dentro del cielo, no el tartamudear de los relojes. Arriba, no después. Ni antes de después".

El viaje se intensifica en la propia isla, que "pide ser recorrida una y otra vez, debe ser 'reconocida' por nuestro deambular para poder ser capaces de nombrar su espacio intenso". Se trataría, en fin, de "suspender la sucesión y abrirse en espacio desde dentro". No hay afuera, porque, vayamos donde vayamos, "un lugar de llegada es cualquier punto del viaje". Y no hay adentro, porque la orilla marina no es una limitación o un escollo, sino un espacio infinitamente habitable. Ese límite, tan denostado en nuestra tradición poética, no debe ser considerado ya más como limitación u opresión, sino que debe ser considerado, justamente, propone Miguel Pérez Alvarado, como iniciación a "la experiencia de lo inconmensurable"; aquello que, de un modo privilegiado y casi privativo para los insulares, "le da cuerpo, casa y cauce". Es más: con inusitado optimismo teleológico, asevera que son las islas el límite del mar y no a la inversa: "El mar necesita de las islas para conocer sus límites, para aislarse a su vez y tener origen". Y, desde su concepción de la Isla como un corazón bombeando imparable la sangre marítima, nos convida a alzar la testa -en vez de andar cabizbajos, desvariando en círculos, arrastrando los pies-, y con ojo avizor, preguntarnos: "¿Hasta qué otra orilla ensancha la pleamar sus expansiones y comienza el océano su diástole?"

Aunque, por momentos, pudiera parecerlo, no hay ningún atisbo de misticismo o inocencia en este texto, llamado a conversar con los clásicos del género. Se trata de ser consecuentes, en la pura homeóstasis, con los flujos y reflujos de la marea, que no nos acorralan sino que nos penetran y nos dan la savia; con los movimientos concéntricos de esa "ambivalente matriz que nos alimentó en su día y expulsó su fruto a la intemperie". Pérez Alvarado enuncia así la mácula `originaria´:

"A la madre y a la isla las quiebra una grieta -vagina o puerto- a través de la cual semillas ajenas penetran su interior, a través de la cual expulsan su fruto contra el viento. Los movimientos violentos de penetración y expulsión confirman su circularidad imposible por culpa de una grieta minúscula: ninguna madre fue virgen; ninguna isla existió antes de los mapas".

Reivindica, en fin, "una mirada propia", en construcción permanente, frente al hecho de haber sido dichos por el Otro. Y en sus disquisiciones sobre el mito de San Borondón, cabe inferir que esa isla la llevamos incorporada: es el isleño mismo. Tan arduo, que, a lo mejor, de ello nos prevenía Beckett al concluir: "... Y tampoco la conozco, pues nunca tuve fuerzas para mirarla".