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El universo a su medida

Divisa edita en España la versión integra en BCD de 'Rocco y sus hermanos', la película que encumbró a Luchino Visconti como autor comprometido

El universo a su medida

La reciente aparición en el mercado nacional de una formidable edición remasterizada de Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), apadrinada por The Film Foundation de Martin Scorsese y por Gucci y realizada en los prestigiosos laboratorios de L´Imagine Ritrovata de la Cineteca de Bolonia, a partir de un negativo original, constituye un motivo inexcusable para volver nuevamente sobre uno de los pilares fundamentales del gran cine italiano de la posguerra.

La película, un complejo y emotivo retrato de la inmigración interior durante el "milagro económico" italiano que perdura, pese a sus cincuenta y cinco años, como un paradigma inalterable del arte cinematográfico con mayúsculas, conserva activos todos sus valores, sobre todo los que la sitúan como el mejor ejemplo del realismo crítico en un momento histórico de importancia capital en el desarrollo de los nuevos cines europeos y en la puesta a punto de una actitud renovadora y combativa frente al desalentador paisaje de una realidad heredada de una guerra que cambió radicalmente la percepción moral del mundo.

Precursor además del ala más izquierdista del movimiento neorrealista, la suya es una filmografía que se condensa a través de unas sólidas bases ideológicas que entretejen un discurso social fuertemente anclado en el pensamiento marxista, a pesar de sus orígenes aristocráticos y de que nunca abdicó, ni en sus momentos de mayor convicción política, de su noble condición. Es más, sus circunstancias personales, sobre las que siempre se cebaron los sectores más reaccionarios del cine trasalpino para desacreditar sistemáticamente su trabajo, se convirtieron, durante la etapa final de su carrera especialmente, en una de las cuestiones medulares en el sólido discurso político que deslizaba en la mayoría de sus películas.

Aunque sobradamente reconocido en todos los círculos culturales y artísticos europeos tras firmar obras de la envergadura intelectual y del compromiso moral de La tierra tiembla (La terra trema, 1948), Bellísima (Bellissima, 1951), Senso (Senso, 1954), Obsesión (Ossessione, 1943), El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1970), o Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974) Luchino Visconti (Milán, 1906/Roma, 1976), de cuyo fallecimiento se cumplirán el próximo año cuarenta años, supo siempre mantener su obra al margen de las corrientes volátiles que marcaban en su país las modas cinematográficas exportadas por el cine estadounidense, mostrando continuamente un perfil, contradictorio si se quiere, ambiguo en algunos casos, pero enormemente coherente con sus convicciones acerca del papel que han desempeñado las clases trabajadoras en el curso de la historia.

Cuando en el cine italiano aún coleaba la vieja e impostada tradición de los filmes de telefoni bianchi, directamente heredada de las alegres comedias del Hollywood de los años treinta, él se batía con la realidad objetiva de un mundo seriamente afectado por una guerra particularmente devastadora, cimentando las bases de un cine más comprometido con la realidad, más combativo, ético y discursivo, un cine, en resumidas cuentas, más apegado a los nuevos problemas que planteaba una Europa que intentaba, por todos los medios, renacer de sus cenizas, de ahí que se convirtiera, desde sus inicios, en uno de los grandes apóstoles del movimiento neorrealista y en el cineasta que introdujo mayor sensatez y rigor en los debilitados cimientos del cine nacional junto a hombres como Rossellini, De Sica, Zavattini, De Santis, Lattuada o Castellani.

Por eso, a Visconti se le suele recordar, y con razón, como el cineasta que mejor supo plasmar los estragos psicológicos que ocasiona en el hombre el paso del tiempo y como el que más veces insistió en mostrar a la sociedad como el verdadero motor de la historia. Existen también quienes mantienen que nadie como él supo retratar con tanta fidelidad la convulsión ideológica del siglo XX, sus miserias, sus grandezas, sus contradicciones, ni nadie elevó tanto sus ambiciones artísticas ni llegó al verdadero fondo de los conflictos como él. Fue, por así decirlo, el cineasta inclasificable por antonomasia, el que se resistía a todo tipo de explicaciones reduccionistas, a pesar de que ciertos sectores de la crítica se hayan encargado de difundir media docena de lugares comunes sobre su obra que nada aportan a la compleja naturaleza intelectual sobre la que se sostiene.

Otros lo evocamos, además, como el gran arquitecto de un mundo preñado de sensualidad, esplendor, belleza y poesía en el que un puñado de personajes pugna por reafirmar sus ideales inquebrantables en medio de una nueva civilización muchos de cuyos valores ni siquiera comparten. Pero, como los grandes maestros, Visconti, que vio plasmados en vida casi todos sus proyectos -su ambiciosa adaptación de En busca del tiempo perdido, de Proust, no logró nunca consumarla- fue un autor dotado de una gran inventiva, riguroso en la construcción de sus personajes y, sobre todo, absolutamente fiel a un ideario político que situaba al hombre como el objeto primordial de sus preocupaciones, ya fuera en sus broncos melodramas neorrealistas (Ossessione, La terra trema, Rocco e i suoi fratelli) como en los majestuosos frescos históricos con los que culminó su trayectoria profesional (Il Gattopardo, La cadutta degli dei, Ludwig, L'innocente)

Desde sus inicios en las filas neorrealistas, en 1943, con Ossessione, hasta El inocente, inspirada en la novela homónima de Gabrielle Dannunzio, concluida pocos meses antes de su muerte, Visconti se construyó un universo a la medida de sus obsesiones, por el que transitaba un copioso grupo de personajes atrincherados en sus propios infiernos personales, personajes provistos en su mayoría de una refinada sensibilidad pero cautivos de un irrefrenable impulso autodestructivo.

A pesar de haber convertido su universo personal en el tema cardinal de sus películas y de mostrar urbi et orbi su indesmayable actitud crítica frente al mundo, jamás produjo la sensación de ser un artista frio y distanciado en la medida que sí lo daban, por ejemplo, Ingmar Bergman con sus laberínticas incursiones en la memoria familiar o Robert Bresson desatando su enfebrecida fe en el destino final del hombre o, incluso, nuestro Luis Buñuel en su infatigable empeño por desafiar el orden social con sus continuas explosiones surrealistas. Visconti, por el contrario, fue un creador extraordinariamente comedido que jamás intentó encubrir su impronta sentimental con coartadas de ningún género y que, por consiguiente, depositaba en sus películas sus propios anhelos existenciales, su mirada íntima y personal sobre la condición humana, de ahí que en varias ocasiones su identidad cubriera por completo la de sus propios personajes, desdibujándose la frágil frontera que separa en su cine la realidad de la ficción hasta el punto de no poder distinguir con precisión lo que hay de viscontiano y lo que hay de simple testimonio histórico en cada uno de sus catorce largometrajes.

El príncipe Fabrizio Salina (Burt Lancaster) de El Gatopardo; el Arthur Mersault (Marcello Mastroianni) de El extranjero (Lo straniero, 1967); el Friedrich Bruckmann (Dirk Bogarde) de La caída de los dioses; el Gustav Von Ashenbach de Muerte en Venecia o el anciano y taciturno profesor (Burt Lancaster) de Confidencias constituyen, en efecto, un ajustado muestrario de los fantasmas personales del genial cineasta. Sus perfiles dramáticos son en realidad trasuntos de la propia personalidad del director, que van encadenándose película tras película hasta formar un conjunto compacto de seres especialmente cercanos a las ideas que integran su propio weltanschauung, su percepción íntima y personal del universo que le rodeaba.

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