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Correr contra la máquina

Distintos autores dan las claves que se esconden tras el auge del 'running', donde se entremezclan la obsesión por el cuerpo y la potencia tecnológica del mundo

Correr contra la máquina

Cada vez son más quienes deciden lanzarse a correr por las calles, los parques, las playas, las montañas? Es fácil encontrar en las librerías títulos que reflexionan sobre el fenómeno, incluso desde una perspectiva filosófica, piénsese, por ejemplo, en Correr para pensar y sentir (Cuadrilátero de Libros, 2015), de Francesc Torralba o ¿Por qué corremos? (Debate, 2013) de M. Ambrosio y A. Ves Losada. En general se hace hincapié en un punto de vista personal, existencial casi, pero no abundan las perspectivas críticas sobre la relación entre el auge del running y encapsulamiento tecnológico en que vivimos.

A nuestro juicio, entre las variadas motivaciones que llevan a la carrera, vale la pena subrayar dos propósitos en realidad antagónicos. El primero responde al imperativo de perfeccionar el cuerpo según el modelo de la máquina. El segundo busca salvaguardar la relación corporal con el mundo frente a la jungla tecnológica que coloniza la vida cotidiana.

Para comprender la primera tendencia es reveladora la lectura de un libro considerado una pequeña filosofía del corredor, De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, 2010), del famosísimo novelista japonés Haruki Murakami. Son numerosas y predominantes las metáforas técnicas para describir sus vivencias internas: "me siento como un coche que sigue corriendo con el depósito vacío". La expresión del cansancio remite frecuentemente al automóvil: "al superar el kilómetro treinta y cinco, se me va agotando el combusti-ble"; "para cuando el motor de mis múculos se hubiera puesto en marcha"; "parecía que hubiera puesto el piloto automático"; "mis pulmones [?] como dos laborioso fuelles". La maquinización del cuerpo se puede rastrear también en su fascinación fetichista por una bicicleta deportiva de titanio: "Su cambio de marchas es para mí como una función corporal más. Es una máquina portentosa. Al menos, es mucho mejor que el que la lleva". Ante esta devoción por el aparato es difícil no citar al gran historiador de la técnica, Lewis Mumford: "Si usted se enamora de una máquina, algo anda mal en su vida sentimental. Si adora a una máquina, algo anda mal en su religión".

Es posible observar en el ensayo de Murakami un caso de lo que el filósofo Günther Anders llamaba "vergüenza prometeica". La perfección y eficacia de los artefactos modernos son tales que el hombre se ve obligado a esconder las imperfecciones de su cuerpo. Frente a la apabullante proeza técnica, el hombre tiende a esconderse, avergonzado. No parece un asunto aislado en el libro. En otro pasaje Murakami recuerda cómo, siendo adolescente, se contemplaba largamente ante el espejo para enumerar lo que consideraba sus defectos físicos: "Mi lamentable balance como persona, con su aplastante debe y su haber, un haber a todas luces insuficiente para compensarlo".

El ejemplo principal de esta tecnificación del cuerpo es su descripción del ultramaratón, la carrera de 100 kilómetros. A lo largo de todo el libro asistimos a una especie de apología del afán de superación. Se trata de correr mayores distancias, disciplinar el cuerpo para mejorar las marcas, aunque solo se compita contra sí mismo. Y el récord máximo parece que no podría ser otro que el ultramaratón. El punto culminante de la prueba llega cuando Murakami escribe el mantra que se repitió para vencer el dolor: "Eres una máquina, no sientes el sufrimiento". Esta afirmación sin concesiones evoca el mensaje del llamado "pensamiento positivo": apartarse de los individuos depresivos porque contagian sufrimiento. Tampoco estamos lejos del modelo neoliberal de sujeto cerrado sobre sí mismo, incapaz de empatía, dispuesto para la concurrencia inmisericorde en el mercado. Quien se entrega a la competición de todos contra todos también dirige su agresividad contra sí mismo.

Y, sin embargo, como apuntábamos al principio, cabe identificar una motivación distinta, incluso opuesta a la de Murakami, más tematizada por lo general en las reflexiones y ensayos sobre el caminar. Nos referimos al intento de recuperar el cuerpo de la alergia al mundo en la que es introducido por el régimen de "atención dispersa" al teléfono móvil, el ordenador, la televisión y la pizarra digital. Se sale a correr y caminar porque nuestra sensibilidad se resiste a desaparecer en la "realidad virtual". Se trata de volver a sentir el cuerpo y rechazar la sustitución del sentido del tacto por una vida desmaterializada en los dispositivos y reducida al reflejo narcisista de sí en las pantallas.

La segunda tendencia procedería quizá de una resistencia sorda, inconsciente: conservar al ser humano, el cuerpo vulnerable que todavía somos, frente a la amenaza de mecanización total. En ese sentido, vale la pena leer a Rebecca Solnit, su extraordinario libro Wanderlust. Una historia del caminar (Capitán Swing, 2015) reúne las reflexiones sobre el andar sin rumbo de poetas como William Wordsworth y John Keats, pensadores como Jean-Jacques Rousseau, H. D. Thoreau o Walter Benjamin. La autora muestra cómo, a lo largo de la historia, el ritmo interior de la creación poética, la aventura espiritual y la manifestación política contra el poder han encontrado una forma privilegiada en el andar libre.

Hoy la dictadura de la velocidad persigue borrar el espacio y el tiempo. Ivan Illich señalaba el enorme error que significa entender el caminar como un "medio de locomoción" entre otros, pues en realidad remite a la peculiar experiencia humana del espacio y el tiempo. Caminar o correr, por el mero hecho de hacerlo, pueden volverse entonces, con sobradas razones culturales e históricas, una reivindicación de respiración humana en un orden social y económico en el que la máquina tiende a hacer superfluo lo humano. Entre muchas otras, dos opciones tras el correr y el caminar: parecerse a la máquina o resistir frente a ella.

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