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Cuando menos es más

Alain-Paul Mallard deja constancia de la verdadera escritura en 'Evocación de Matthias Stimmberg', cuya edición original cumple veinte años

Aludiendo al magisterio de Cyril Connolly, el cáustico e imprescindible autor de La tumba sin sosiego, Alain-Paul Mallard recuerda que todo escritor que se precie debe aspirar a que su obra sobreviva, al menos, un decenio. Es un reto, asegura, noble y sensato. Dicho esto, Mallard se sorprende de que su brevísima Evocación de Matthias Stimmberg, que ocupa 56 páginas sumados los créditos, el índice, las reproducciones de los grabados en madera de Alfred Edmund Brehm y el texto propiamente dicho, haya alcanzado la venerable edad de veinte años desde su edición original en 1995 y continúe, no obstante, reclamando la atención de editores y lectores.

Cuál es, pues, el misterio de esta obra, podemos preguntarnos con su creador. Mallard insinúa que acaso, con el tiempo, a su Evocación se le haya acentuado su aroma fin de siglo, y que dado que vivimos en un presente con un eterno aire de camino clausurado, al borde siempre del enésimo prefijo que nos ubique en los escenarios de una Historia cada vez más veloz y frágil, la Evocación siga interpelando al lector contemporáneo. Añado no obstante que la potencia de esta pieza no emana tanto de que apunte a un tiempo concreto para iluminarlo desde dentro, cuanto a su capacidad para ignorar toda moda literaria, preservando el carácter de su escritura a resguardo de los avatares del gusto, el canon o el simple arbitrio.

La Evocación es diáfana en su complejidad, tan diáfana y a la vez tan compleja como pueda serlo un huevo. Diez fragmentos de vida, diez incidentes de la experiencia, diez capítulos autobiográficos permiten dibujar la existencia en el tiempo (1901-1979) de un oscuro poeta en lengua alemana llamado Matthias Stimmberg, de quien sabemos que ha sido autor de cuatro libros, que ha trabajado en una imprenta en la Viena posterior al final de la guerra y que ha cultivado la amistad de Paul Celan. Los incidentes espigados para perfilar esta vida pueden ser irónicos (una conversación en autobús), cruciales (el descubrimiento de la muerte en la infancia) o sarcásticos (la dieta literaria de las cabras). Pero en todos ellos, de un modo u otro, respira el elemento central de la personalidad de Stimmberg, la misantropía, y alienta una sensación permanente de incomodidad, una hosquedad irrebatible. Stimmberg es un espíritu airado; también un emboscado, alguien que ha escogido la vía de la ocultación.

Mediante la estrategia de la tesela, Mallard arma un mosaico audaz. Sus herramientas para la seducción son dos. La primera, la lengua, de una eficacia y, a la vez, de una resonancia aplastantes; la segunda, la invitación que lanza al lector para rellenar los huecos en la narración. El hechizo de Stimmberg corre paralelo a su aspecto incompleto. La fascinante Apostilla con la que se cierra el libro, y que le presta su exacto sentido de retrato imposible y desordenado, invita a quien lee a celebrar esta mínima Evocación en su exacta medida. Pocas veces tan escasas páginas habrán significado tanta y tan verdadera escritura.

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