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El lino de las brasas

La quema de la edición de su 'ópera prima' para caldear una casa madrileña hace aún más desolador su futuro alegato 'Poema truncado de Madrid', de 1918

El lino de las brasas

"y el mar... como invitando a lo imposible".

A. Q.

"¡Bendita la pobreza de mi casa!", enarbola al inicio de este infortunado libro centenario, en un endecasílabo punzante y entrañable -como toda su obra, fruto de quien tuviera cuajada de polvos pica-pica la piel del alma-, una leyenda que debería figurar a la entrada de los umbríos y quietos halls' de decenas de miles de hogares canarios. En vez del consabido souvenir vaticano con la mano papal, esa humilde entradilla de La oración de todos los días, el primer poema de El lino de los sueños, el primer poemario de Rafael Romero (Las Palmas de G.C., 1986 - Santa Brígida, 1925), Alonso Quesada, seudónimo. Treinta y nueve añitos. Rostro enjuto y macilento. Mirada taciturna. Tísico. Destino existencial: demostración hasta la inmolación de la imposibilidad de redención en la búsqueda de trascendencia (local) a través de cualquier expresión espiritual y creativa... Sí: "¡Bendita la pobreza de mi casa!"... Parece una absoluta premonición del destino final del libro, que, como recoge Oswaldo

Guerra en el prólogo de esta edición facsímil, acabó como combustible de una galdosiana casa madrileña, alimento de los braseros invernales para desahuciados, en los duros años de la inmediata posguerra. Por una vez, gran utilidad de la poesía... una combustión cargada de futuro. Y, curiosamente, con las páginas de quien hizo del lamento por su trágica inutilidad uno de los leit-motiv de su obra, al punto de colocar en el introito del poemario, como profecía, los célebres versos de Machado: "...y el arte es un juguete... y además no importa".

Le había costado Dios y ayuda aquel empeño sucesivamente demorado, de verse al fin publicado en cuidadísima y abultada edición de la prestigiosa Imprenta Clásica Española de Madrid, con portada de Néstor y prólogo Unamuno, y una insólita tirada de ¡1.500 ejemplares!... Pero la pésima distribución y repercusión del libro no hace sino acuciar la acidez del futuro autor del Poema truncado de Madrid (1918), ese emblemático alegato que habría que releer al calor de las brasas de El lino de los sueños...

En una carta de junio de 1913, unos meses antes de solicitarle el prólogo para el libro que planea, Quesada le describe así al Rector de Salamanca el impasible medio isleño en que se desenvuelve: "Vociferamos y nadie nos hace caso. Ni se enfadan cuando se les insulta. Yo me he pasado la vida diciéndoles barbaridades en los periódicos y como si nada... (...) No es falta de cultura -tienen un poco de instrucción- es que no aman a nadie; es una gente que no tiene amor. Dios sabe cómo podré yo alejarme de aquí, no en pos de gloria ni de ambiciones sino en busca de amor, de amor que dure toda la vida. En las calles frío, en las casas frío, cansancio". Quería evitar ese frío local con la ensoñación de una calurosa acogida de su magna edición nacional, y, salvo los escasos ejemplares que llegaron a las Islas, el grueso de las pastas acabó siendo pasto de las llamas...

Ese episodio de la quema de El lino de los sueños debería figurar como uno de los grandes hitos de un tratado de los más célebres infortunios de los hijos de las Afortunadas. Algo así como momentos anti-estelares de la insularidad. A la cabeza, por supuesto, la emblemática muerte del poeta Domingo López Torres, arrojado en un saco a la marea, en los albores de la Guerra Civil. Pero, por cándida y originaria, uno siente predilección por esa escena de los cuatro ejemplares de aborígenes grancanarios -"semidesnudos y con el pelo por el ombligo" -según la crónica de Bocaccio-, que, hacia 1341, tan temprano, fueron conducidos, por el marino genovés Nicolosso da Recco, a la corte de Alfonso VI de Portugal; habían sido apresados en el último instante, cuando mansamente se acercaron a las naves en amago de comerciar, como cándidos y fallidos ancestros del cambullón ... Sí, algo así como momentos gafados de la insularidad. Otro hito del infortunio lo encarna el joven gomero afincado en Las Palmas Manuel Macías Casanova, homenajeado en "El lino...", en el emblemático poema "Coloquio en las sombras", y añorado, asimismo, por el prologuista, quien le dedicará, además, su futura pieza dramática "Sombras de sueño". Amigo de Quesada, había sido el cicerone de Unamuno por tierras de Gran Canaria, durante su estancia como mantenedor de los juegos florales, en 1910, y acordado con él su inminente marcha a estudiar a Salamanca. Pero tras el retorno del Rector, Macías murió calcinado al tocar un poste de la luz...

En ese poema de homenaje (In memoriam. M.M.C.), un diálogo entre el poeta y el muerto redivivo, Quesada concentra lo que aparece diseminado en muchos poemas del libro y que constituirá uno de los ejes (de la sinceridad macabra) de su poética: la muerte como única redención, justamente, frente a los infortunios de la solísima existencia. "El lino...", su ópera prima, que aglutina, por lo demás, varios libros, no es su mejor obra, pero ahí aparecen en carne viva, por caminos dispersos, las obsesiones que irá luego perfilando en verso y prosa.

De un lado, como cronista indispensable, la doble claustrofobia que le merecen la sociedad insular ("¡No era mi corazón para esa gente 'municipal y espesa"!) y la comercial colonia inglesa, gente iletrada que le trata como un machaca, mientras se mofan de él como poeta ("¡Ahí va Lord Byron!"). Y del otro, la nítida articulación entre la añoranza de la infancia abolida ("mi niñez tan luminosa", evocará en el emblemático "Tierras de Gran Canaria") y la muerte como único descanso posible, frente a la sufrida adolescencia perpetua del "ansia de otros lares" (que en Quesada, no lo olvidemos, tiene también una acepción de imposible realización simbólica). Tanto Unamuno como Tomás Morales, en la Epístola de homenaje introductoria, inciden en la niñez a perpetuidad ("No ha tenido mucho más que niñez" e "ingenua voz leal", dirán, respectivamente), que, sabiéndola el poeta biográficamente clausurada, y como un escollo de inadaptación para ir por la vida, anhela la única cura de la muerte. Así, casi con envidia escucha lo que le dice de viva voz el difunto Manuel Macías: "(Al fin) me fue curada / aquella enfermedad de la cordura"; " Desapareció de mi mirar la pena"; "Y en la Universidad de nuestra vida, / el criterio mejor es estar muerto"... Si bien ya desde el poema de apertura, Quesada ha sentenciado de una vez por todas: "¡Mañana moriremos!... Los gusanos / todo nos quitarán menos la risa / petrificada en nuestra calavera!" Ahora que sabemos que el destino final de aquellas decenas de miles de lujosas hojas de papel fue caldear una vetusta casa madrileña de proscritos refugiados en el crudísimo franquismo incipiente, adquieren un valor profético casi literal las palabras de Unamuno: "Poesía seca, árida, enjuta, pelada pero 'ardiente'?". Y Quesada realizó el milagro en la gélida estancia de aquellos desahuciados: "¡Bendita la pobreza de mi casa!"

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