La Provincia - Diario de Las Palmas

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arte aniversario

El barco de la diáspora

Sesenta años de la aventura del ´Alcántara´, cuando un grupo de jóvenes artistas e intelectuales canarios parte hacia Madrid, con escalas en Funchal, Lisboa y Vigo

El escultor Martín Chirino posa en la terraza de su nueva vivienda en Las Palmas de Gran Canaria, con vistas al mar y al Parque San Telmo.

De Las Palmas ha salido un barco cargado de? El mismo valor emblemático que, para la cultura insular de la primera mitad del siglo XX, guardan, por ejemplo, las sendas fotos de Unamuno en su camello majorero y el grupo de surrealistas en el suyo tinerfeño, o la anterior, del trío modernista Quesada, Morales y Torón en un espacio cerrado, alberga esta imagen, en la cubierta de un barco, con destino final en Madrid, para la segunda mitad de la centuria. Posee la elocuencia de un barco de emigrantes canarios con nombres propios, quienes, de un modo inaugural (quizás con el único precedente remoto del impulso de Galdós y el "ansia de otros lares", de Quesada), no partían para buscarse los garbanzos, sino para perfeccionar y difundir los símbolos de sus obras en ciernes. Si bien tiene razón el pintor Alejandro Reino (Las Palmas de Gran Canaria, 1935), el benjamín del grupo, agachado en la foto, a sus 20 años de edad -"Seguro que te sale El cuarteto de Alejandría, cada punto de vista es un relato independiente", señala-, todos coinciden en destacar dos cosas: que salieron a la total aventura, con escasos recursos económicos, una mano delante y otra detrás, y que aquella embarcación les significaba una especie de Arca de Noé a la inversa: en vez de para refugiarse de un diluvio universal, guarecerse del absoluto yermo local, huir de la sequía y la frustración que constituía la Canarias de los años cincuentas para cualquier joven con inquietudes culturales y artísticas.

Estamos en un mediodía blanquinegro del Puerto de la Luz de septiembre de 1955, y el navío de marras es un trasatlántico, de nombre Alcántara, que cubre la ruta Las Palmas de Gran Canaria-Vigo, aunque el destino final del grupo es Madrid. De todos ellos, Elvireta Escobio (Las Palmas de Gran Canaria, 1935), la muchacha de traje oscuro y manos en los bolsillos, y también 20 años de edad, es la única que ya ha realizado, de soltera, esa misma travesía. Tiene familiares en Vigo, y lleva dos años casada con Manolo Millares (Las Palmas de Gran Canaria, 1926 - Madrid, 1972), de 29 años en la instantánea, quien, como apunta su viuda, es el principal causante de ese formato del viaje (cuando lo propio hubiese sido acortar travesía hasta Cádiz). "Teníamos que gestionar con urgencia el traslado de obra suya de sendas exposiciones en la Península, que había quedado atascada en la aduana", explica; y, sobre todo, "Manolo había comprometido una próxima exposición en Vigo, y que, por cierto, finalmente firmé yo", explica Escobio. "Una vez más, le pedían acuarelas con paisaje que para él tenían un valor meramente nutricio. De modo que, una vez en Vigo, me hice pasar por la autora de la muestra?".

Rememora que, para abaratar costes, todos con billete de tercera clase, ella viajó compartiendo un camarote de mujeres, con una madre y una hija, y los hombres de la expedición viajaban compartiendo otro. Un recorrido de tres días de duración, con escalas en Funchal (Madeira) y Lisboa, y, posteriormente, el muchísimo más engorroso viaje en tren, de Vigo a Madrid. "Yo creo que duraba casi 24 horas; paraba en todas las estaciones habidas y por haber de la Península Ibérica?", recuerda Alejandro Reino.

En torno a la fotografía, que ha sido reproducida recurrentemente en periódicos, revistas y catálogos, se han producido, casi siempre, dos olvidos. La omisión de la firma de su autora, Chelín Reino, la hermana del pintor, y del nombre de la rubia de pelo recogido con traje claro, que, en realidad, subió momentáneamente a cubierta y luego se bajó. Es la británica Joan Ayde -"Juanita"-, muchas veces despachada en los pies de foto como "una desconocida", y que muy bien podría encarnar el arquetipo de una inglesa soñadora que a Canarias vino un día?

"Era mi amor de entonces", revela Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1925), el mayor del grupo -en la foto, a su lado, sujetando el mástil y con gafas oscuras-, recién estrenada su treintena. "Subió a cubierta para despedirse, y tras un tiempo en Las Palmas, se afincaría después en París. Al verano siguiente me fui tres meses con ella a recorrer Inglaterra en su Austin verde, cogimos el barco en el Canal de la Mancha, y, luego, carretera y manta por todo el país, hasta Escocia. Recuerdo que tenía parientes viviendo en un barco de lujo fondeado en el Támesis, Y más tarde, viví con ella una larga temporada en París? Su nombre es Joan, pero en Las Palmas todos la llamábamos Juanita? Luego, no supe más de ella hasta que hace unos años, a principios de este siglo, alguien me comunicó que sabía de ella y que continuaba viviendo en París", evoca Chirino de aquel amor de juventud, a punto de cumplir, dentro de quince días, sus 91 años de edad.

Para Manuel Padorno (Santa Cruz de Tenerife, 1933 - Madrid, 2002) fue un viaje incierto y breve. Siempre es fácil detectar presagios con lectura retroactiva, pero ese muchacho que comparece aviado en extraña mezcolanza de traje y camisa desabotanada, y apurando la pava de su cigarrillo (el mismo mes cumplirá, por cierto, 22 años de edad), parece estar diciendo o diciéndose algo, con ser el único que no mira a la cámara, y con el mentón tenso, preocupado y cabizbajo. En cualquier caso, sobreviviría a duras penas en Madrid, y, al cabo, hubo de volver de urgencia unos pocos meses después, a principios del siguiente año, a causa de la enfermedad terminal de su abuelo, mutilado por una gangrena, y a quien el poeta cuidó hasta el final de sus días.

"Él asumió ese retorno abrupto con mucha frustración y mucha pena, pues la misma decisión y financiación del viaje le habían costado Dios y ayuda", relata su viuda, Josefina Betancor, basándose en el testimonio de su futuro marido, pues aún faltan cuatro años, desde la instantánea, para que se conozcan, en Las Palmas. Curiosamente, cuando la expedición, ella misma residía en Madrid, como estudiante de Filosofía y Letras, hasta 1959. Y había conocido a todos ellos, saludándolos en sendas exposiciones en Madrid, cuando Padorno había retornada ya. "En los escasos meses que estuvo en Madrid, yo veía muy poco a Manuel, aunque compartíamos el mismo cuarto de la pensión", evoca Martín Chirino, quien, tras realizar una prueba, encontró trabajo al poco de llegar, como profesor de inglés en el Colegio Santa María, de la calle López de Hoyos, y donde permanecería 20 años. "Cuando yo salía, él entraba. Fueron tiempos de trabajos duros para ambos. Yo combinaba las clases con las esculturas en un taller próximo al colegio. Y él las pasó canutas vendiendo productos alimenticios de todo tipo", agrega. "Iba con una recomendación de la empresa de los Escobio, en La Puntilla, de salazones y conservas, donde había trabajado antes y trabajaría tras el retorno, y uno de cuyos propietarios era, por cierto, Vicente Calderón", apunta su viuda. "Pero aquello no funcionó sino esporádicamente, de modo que, tras la noticia de la enfermedad de su abuelo, salió zumbando para Cádiz, con un baúl lleno de borradores de poemas que después se extravió".

Financiarse el viaje no fue fácil para ninguno. El propio Manuel Padorno participó, para ello, en varias ferias de las Palmas vendiendo productos de los Escobio, que, ciertamente, había dejado de pertenecer a la familia de Elvireta, adquirida ya por varios socios adinerados, entre ellos el futuro presidente del Atlético Madrid. "Sí, la empresa familiar había entrado en quiebra, y Manolo y yo tuvimos que vender todos los muebles", relata Elvireta Escobio, al tiempo que reconoce que "salimos de las Islas muy decepcionados, y era una decisión muy premeditada y definitiva, al punto de que, salvo retornos muy puntuales, nos quedamos para siempre en Madrid". Una anécdota muy poca difundida es que, para Manolo Millares, esa experiencia del Alcántara de 1955, era, en realidad, su segunda tentativa de marcha. "Un par de años atrás, poco antes de casarnos, Manolo llegó a comprar un billete y, cuando estaba a punto de embarcarse, se echó atrás. Desde el recuerdo resulta cómico, porque ya nos habíamos despedido, con todo el ritual, y de pronto regresó?". ¿Qué sucedió? "Para subsistir, hizo acuarelas con paisajes a destajo, y se ilusionó mucho cuando Matías Vega Guerra y Néstor Álamo le prometieron una beca a cambio de su obra. Al final resultó ser una única entrega de 6.000 pesetas, y nada más, y claro, se asustó, ¿qué iba a hacer él en Madrid con tan poco dinero??".

"Yo iba literalmente con una mano delante y otra detrás, casi con lo puesto", rememora Alejandro Reino, quien, a su llegada a Madrid, hubo de 'refugiarse' en una Residencia para obreros del Sindicato franquista, en el barrio de La Guindalera. "Daban alojamiento gratuito a unos pocos artistas con la intención de lavarles el cerebro. A mí me animó a la marcha Manolo Millares, a quien conocía mucho más y mejor que al resto. Había trabado amistad con él a partir de mi programa musical en Radio Atlántico, la emisora que yo mismo fundé. Ponía mucho jazz de bandas americanas, y otras músicas rigurosamente inéditas en España, al punto de que, por ejemplo, nadie antes había puesto, en todo el país, ningún tema de Porgy and Bess, por ejemplo? Manolo era un forofo de mi programa, y cuando me invitó a sumarme a su proyecto de marcha, junto a Chirino y Padorno, no me lo pensé dos veces? ¿Qué iba a hacer yo solo en la Isla? ¿Quedarme hablando con las paredes?".

Quien hasta entonces había tenido la experiencia más duradera en Madrid era Martín Chirino. Se había trasladado para estudiar Bellas Artes, en 1947, y tras licenciarse, retornó a Las Palmas en 1953, un par de años antes de la marcha definitiva en el Alcántara. "De hecho, aproveché la vuelta del viaje de novios de Manolo Millares y Elvireta, que habían ido a Altamira, en Santander, y tras su paso por Madrid, hicimos juntos el retorno en un barco llamado Villa Martín'. Recuerdo que, a causa del tremendo oleaje, lo desviaron a Tenerife, en vez de ir directos a Gran Canaria", rememora. "Yo apenas logré adaptarme de nuevo a la sociedad insular. Sobrevivía de matear cristales en un taller, pero, sobre todo, el entorno artístico y cultural era inexistente, y, además, las relaciones con mi padre siempre fueron difíciles", explica. "Yo había aprendido muy bien inglés, y una de las experiencias más fructíferas de ese par de años en Las Palmas fue hacer de guía para visitantes británicos. Conocí a miss Daisy, una señora muy bondadosa, que vivía de acogerlos en su casa de la playa de Las Canteras, y, a cambio de nada, qué sé yo, su sonrisa y una taza de té con pastas, me los llevaba de gira por la ciudad, la mayoría de las veces al Museo Canario. De ese modo, al tiempo que practicaba inglés, estudiaba las piezas prehistóricas, que tanto me fascinaban e influyeron en mi obra. Lo frecuenté muchísimo. Era, prácticamente, la única institución cultural en activo de la ciudad".

Unos meses antes de la zarpa del Alcántara se organizó allí una sonada exposición, bajo el título de Cuatro artistas españoles, compuesta por piezas de Chirino, Millares, Elvireta Escobio y Freddy Smull. "Lo de españoles, aunque parezca una contemporización con la época, era una forma de subrayar la proyección nacional que reivindicábamos para nuestras obras", agrega Chirino, autor ya entonces de su emblemática serie de las Reinas negras. Y en ese mismo año, Manuel Padorno había publicado su primer libro, Oí crecer a las palomas, con ilustración de Millares en la portada, en edición financiada por Chirino, tras la venta de un cuadro suyo al Cabildo de Gran Canaria.

"Manuel me contaba que, tras su presentación, en una casa particular de Ciudad Jardín, comenzó a sentir la rabia que le espoleó a marcharse; a cada estrofa de los versos vanguardistas de su lectura, aquella gente iletrada se partía de la risa, y se sintió muy humillado", evoca Josefina Betancor, concretando el mismo sentimiento de indignación hacia la hostilidad y vacío de la autocomplacida sociedad insular con que, en mayor o menor grado, se subieron todos los de la foto a ese barco. Ya Monolo Millares había acuñado su célebre fórmula de la "técnica de la mezquindad" para referirse a esas artes de minusvaloración y rechazo, por parte de sus paisanos. De hecho, cuando en Madrid comenzó a despuntar con sus abstracciones, muchos en las Islas dijeron que se había malogrado por el abandono del paisajismo anterior, evoca Elvireta Escobio, para exponer también que los inicios en la capital no fueron nada fáciles. "Al llegar, vivimos en un cuarto de la casa de una señora, doña Palmira, en la zona de Iglesias, y los primeros trabajos que consiguió Manolo era decorar alguna feria de Madrid y, sobre todo, iglesias de diversos puntos de la geografía nacional. Íbamos a pueblos de la España profunda y nos quedábamos en casas que no tenían retretes. Era una metáfora de la España de entonces: muchas iglesias y cero retretes", ironiza Escobio, para abundar en la aciaga anécdota de lo que les ocurrió en Algallarín, un pueblo de la provincia de Córdoba. "Se le encargó la decoración de la iglesia de la localidad con dos pagos: la primera mitad al inicio y el resto a su término. Pues bien, una vez terminada la obra, el obispo de Córdoba, informado por no sé quién, vetó su trabajo, objetando que un ateo no podía pintar una iglesia... Nos ayudó mucho el pintor Antonio Povedano, que, una vez que Manolo fue obligado a destruir con manchones su cuadro, se ofreció a pintar encima de los trazos. Él se conformó con cobrar la segunda mitad, y nosotros pudimos así salvar el tipo".

Tras participar en emblemáticas exposiciones de Arte abstracto, como la celebrada en el Ateneo de Madrid, y que eran rara avis'en un arte copado por el realismo, a partir de 1957 Manolo Millares y Martín Chirino formarían parte del legendario y selecto grupo El Paso, con los Saura, Feíto, Rivera, Canogar o el escultor Pablo Serrano, entre otros. El colegio Santa María, en el que Chirino impartía clases, se convertiría en punto de referencia central para casi todos los miembros de aquella joven expedición. Cuando, en 1963, Manuel Padorno se traslada de nuevo a Madrid -esta vez, con un proyecto mucho más sólido, que desembocaría, por ejemplo, en la creación de Taller de ediciones JB-, su mujer, Josefina Betancor sería también profesora del Colegio, de Inglés y de Filosofía, por mediación de Chirino, y en él estudiarían, años después, las propias hijas de los Millares-Escobio y Padorno- Betancor. Chirino recalaría más tarde en Nueva York, mientras que Alejandro Reino haría lo propio en París y Marrakech. Éste recuerda la casa de César Manrique, en la calle Covarrubias, 19 -ya instalado en Madrid cuando llegan aquellos expedicionarios-, como su lugar de introducción artística en la capital. Allí montó Reino su primera exposición de figurines de moda, y, con el tiempo, se afianzaría como diseñador y retratista de destacados personajes. Se hizo amigo de Balenciaga y, sobre todo, de Yvest Saint-Laurent, y la casa de su propia diseño en el célebre Palmeral de Marrakech se popularizó en importantes revistas de moda de inmuebles. De hecho, cada casa de aquellos jóvenes aventureros, que partieron "con una mano delante y otra detrás", devino en emblema para artistas e intelectuales canarios y no canarios. Así, las tres en Madrid, la de Manolo Millares, en la calle Hilarión Eslava; la de Manuel Padorno, en la Avenida de los Toreros, santuario especialmente de poetas, y las de Martín Chirino, primero en San Sebastián de los Reyes, y luego en Morata de Tajuña, amplias mansiones-talleres convertidas en meeting-point de distinguidos tertulianos, muchas veces con hospedaje incluido. ¡Si todos esos pares de paredes hablaran

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