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La chica díscola y el escritor arribista

Fréderic Beigbeder narra el primer amor del autor de 'El guardián sobre el centeno' en la biografía novelada 'Oona y Salinger', publicada por Anagrama

Oona O'Neill, primer amor de Salinger. LA PROVINCIA / DLP

El dramaturgo americano Eugene O'Neill dijo en una ocasión que: "Escribir son mis vacaciones de vivir". Algo que el autor de El guardián entre el centeno suscribiría mucho más tarde, cuando conoció precisamente a la hija del dramaturgo, la díscola quinceañera Oona O'Neill. Para Salinger, de veintiún años, escribir se convirtió en sus vacaciones de Oona desde el mismo instante en que ésta entró en su vida, en el verano de 1940, y la transformó en un infierno. Así lo cuenta el escritor francés Fréderic Beigbeder en la biografía novelada Oona y Salinger (Anagrama), por cuyas páginas desfilan también Truman Capote (que se inspiró en ella para el personaje de Holly Golightly de Desayuno en Tiffany's), Ernest Hemingway, Orson Welles y Charles Chaplin, con quien Oona acabó casándose en 1943.

Más de setenta y cinco años después del primer encuentro de Oona y Salinger en el Stork Club de Nueva York, Beigbeder rememora la atracción fatal que el escritor, entonces en ciernes, sentía hacia ella: "Bajo su piel marmórea, Oona tenía órganos palpitantes, complicados conductos llenos de sangre, bilis y ácido, detrás de esa cara vibraban músculos, nervios y huesos; Jerry [Salinger] quería pelarla como una pera para ver las venas en carne viva, desfigurar aquél ángel para dejar de ser prisioinero de su rostro, mascarla como un chicle de carne humana. Es innegable que, si no se hubiera dedicado escribir, Jerry habría podido emprender una brillante carrera de asesino en serie. De hecho, inspiró a unos cuantos".

Según Beigbeder, Salinger sentía complejo de inferioridad por ser "el hijo de un judío importador de queso prendado de la hija de uno de los autores más célebres de su país". Tal vez por eso en su primeros relatos, publicados en la revista Story (The Young Folks, La larga puesta de largo de Lois Taggett), escribe que "hay que destruir al otro antes que terminar destruido uno mismo. [...] A la larga, los grandes sentimientos no resisten la lucha de clases. Celos, inseguridad, desprecio: estaban presentes todos los ingredientes para una sublime pasión amorosa inilateral. [...] Hay algo de Gatsby y Daisy en ese idilio entre un arribista que quiere purificarse y una pánfila de la cafe society. ¿Quién de los dos es el más inocente? ¿Y el que sufre más?".

Salinger se encontraba en Inglaterra cuando se enteró de la noticia de la boda de Oona con Chaplin, que le llevaba 36 años. Después del ataque japonés de Pearl Harbor, Salinger se había alistado en el ejército para poner tierra por medio (y bastante tierra, por cierto) entre él y ella. No obstante, la noticia de su boda le causó más dolor que ninguna otra cosa en su vida. En una carta hecha pública con ocasión del pleito contra su primer biógrafo Ian Hamilton (¡de la que se ha librado Beigbeder!), Salinger los imaginó así: "Chaplin agachado, gris y desnudo, encima de la cómoda, balanceando su tiroides alrededor del bastón de bambú, como una rata muerta. Oona en bata color aguamarina, aplaudiendo como una loca desde el baño. Me lo tomo a risa, pero lo siento. Lo siento por alguien tan joven y encantador como Oona".

El autor de El guardián entre el centeno y la recién casada habían mantenido una relación virtuosa, es decir, sin consumación sexual. Cuesta aceptar el hecho de que no hubiese sexo entre ellos, al menos así lo asegura Beigbeder: "No hacían el amor, pero cuando dormían juntos se estrechaban largamente el uno contra el otro, en pijama y camisón, hasta sudar. Oona se negaba a quitarse las bragas, Jerry terminaba por correrse en los calzoncillos, reprimiendo los gemidos. [...] Jerry no terminaba de creerse que podía abrazarla, deslizar la punta de la lengua por su boca roja, acariciarle con la mano el pelo sedoso, frotarle la espalda desnuda, imitando con los dedos separados las patas de una araña que le subiera por la columna vertebral, sentir durante horas su torso trémulo contra el suyo y su respiración en su cuello. ¡Menudo lujo! Jerry y Oona eran castos, pero muy sensuales".

En Oona y Salinger, Beigbeder inventa cartas desesperadas del escritor a la nínfula nabokoviana, cartas escritas en su cabeza y que, por lo tanto, ella nunca leerá, donde le explica las razones por las que no puede olvidarla, pese a estar a miles de kilómetros de distancia, en una playa francesa bajo el fuego enemigo: "Tu rostro es mi religión. No soy budista, soy oonista. [Y, más pronto o más tarde, onanista, es lo que tiene el ejército.] Ya sé que es una batalla perdida, que estás a punto de dar a luz a tu primer hijo, pero me aferro a este sufrimiento romántico, que me hace olvidar el dolor físico y el pánico. Uno no decide lo que siente; siente lo que puede, el corazón tira de lo almacenado, y el mío todavía está repleto de ti. Me sirves de ayuda. Tú no, la idea de ti".

Pese a las reticencias de algunos fans, celosos guardianes de la intimidad del escritor americano, que se convirtió en un mito cuando, abrumado por la fama de su primera y única novela, dejó de publicar y desapareció de la faz de la tierra, Oona y Salinger ha colmado con creces incluso las expectativas de quienes nos sentimos decepcionados con la biografía de Shane Salerno y David Shields, publicada por Seix Barral en 2014. Yo personalmente no puedo decir que el libro de Fréderic Beigbeder no me sorprenda, porque sí me sorprende. Me he pasado un fin de semana embebido en sus páginas, subrayando algunos pasajes, volviendo hacia atrás para degustar otros y arrebatado, en una palabra, por esa emoción placentera de la lectura capaz de brindarnos un puente de acceso a la vida de los otros.

Lo que más se agradece en Oona y Salinger es que Beigbeder haya sabido describir con sobrecogedora agudeza el primer amor de Salinger, cuyos "instantes de felicidad absoluta e inmaculada duraron apenas unas semanas, lo que tardó Oona en empezar a cansarse de ese príncipe azul demasiado exclusivo, y lo que tardó Jerry en darse cuenta (antes que ella) de que la aburría y de que sus gustos, sus aspiraciones y su estilo de vida eran rigurosamente incompatibles". Todo veteado por una corriente de humor, a veces negro, que es la sangre, la tinta, el sudor y la bilis con la que Salinger escribió El guardián entre el centeno. Si el lector quiere saber porqué Holden Caulfield es como es, en Oona y Salinger hallará la respuesta.

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