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En las ruinas de Europa

Von Rezzori reflexiona sobre la tragedia continental en su novela más ambiciosa. Magris lo consideró como el último de los escritores de la mejor dinastía austriaca

En las ruinas de Europa

No hay constancia de que Gustave Flaubert escribiese la frase más famosa que se le atribuye, "Madame Bovary c'est moi", y, sin embargo, las palabras han reptado como una serpiente al escalafón más alto de la rumorología literaria. Probablemente las pronunciase Flaubert, incluso recurriese a ellas con frecuencia para explicarse: la oralidad es algo que no se puede verificar fácilmente, pero en cualquier caso, apócrifas o no, han servido para resumir mejor que ningunas otras hasta qué punto los autores se involucran en los personajes de sus novelas.

Gregor von Rezzori era de los que creía que ningún escritor, salvo Shakespeare, había sido capaz de borrarse totalmente de la ficción. Él, al menos, no lo hizo durante el tiempo en que puso su obra al servicio narrativo del eclipse de la Europa central entre las dos guerras. Von Rezzori nació en 1914 el año en que se suicidó el continente y sólo empezó a escribir a partir de la década de los cuarenta del pasado siglo, como si hasta ese momento se hubiera dedicado única y exclusivamente a reflexionar sobre su descomposición.

En La muerte de mi hermano Abel, su novela más ambiciosa, habita masivamente el sucedáneo de la gran tragedia y sus derivaciones posteriores que siguen estando marcadas por las ondas de destrucción del Imperio Austrohúngaro y la corrupción de algunos de los mitos que lo sustentaron. Un armiño en Chernopol (1958), Memorias de un antisemita (1979) y Flores en la nieve (1989), contienen las diferentes encarnaciones de un mismo personaje y su trayectoria diletante. El último de estos libros, una bellísima crónica familiar dividida en retratos, es como un reencuentro ante el espejo que nos proyecta el pasado desde la infancia feliz en Bucovina.

Gregor von Rezzori, nacido Gregor Arnulph Hilarius d'Arezzo, vio la luz por primera vez en Czernowitz, cuando esta formaba parte del Imperio austrohúngaro. Procedía de una familia con raíces aristocráticas y un destino guiado por el eclecticismo, la libertad intelectual y profesional. Estudió en la Universidad de Viena y luego en Berlín. Fue ciudadano de Austria-Hungría y, más tarde, de Rumanía, y el resto de su vida transcurrió entre París, Roma, Toscana y Estados Unidos. Murió en 1998, cerca de Florencia, en Santa Maddalena Donini, donde junto a su esposa Beatrice Monti della Corte hizo reformar una torre de la época de los güelfos y los gibelinos, que más tarde ordenaría decorar por dentro a la manera otomana como si se tratase de un yali en el Bósforo. El también desaparecido Bruce Chatwin, amigo de la familia, solía pasar allí largas temporadas.

Y allí fue donde Von Rezzori, Grisha para los allegados, escribió La muerte de mi hermano Abel, y dos de las obras de la trilogía más arriba citada, Memorias de un antisemita y Flores en la nieve, piezas claves todas ellas de su puzle literario habsbúrgico. Además de a la novela, se dedicó a la dramaturgia, la interpretación, la plástica, la crítica de arte y el coleccionismo. Hablaba con fluidez alemán, su lengua paterna, rumano, italiano, polaco, ruso, yiddish, francés e inglés. Escribió más de veinte novelas y relatos autobiográficos y ganó premios literarios muy prestigiosos. Alguien llegó a compararlo en algún momento con Robert Musil, y Claudio Magris lo consideró como el último de los grandes narradores de la mejor dinastía literaria austriaca sin quedar encerrado, como quienes le precedieron, en el mito. Fue, desde luego, el más cosmopolita de ellos.

Lo que sí logró Von Rezzori y la mejor prueba es La muerte de mi hermano Abel -la novela con meritoria traducción de José Aníbal Campos que ahora publica Sexto Piso- es componer uno de los mejores retratos de la sociedad europea en el tiempo que abarca desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial hasta finales de los sesenta, un texto de contenido monumental y poco convencional -en la forma-.

Es 1968. El narrador, un guionista de 49 años con aspiraciones literarias, se sienta delante de una mesa de tocador de una habitación de un hotel familiar de la Place des Ternes, en París, que da a un patio de luces, para escribir. Tiene ante sí cuatro carpetas marcadas, "Pneuma", "A", "B" y "C", con cada uno de los fragmentos que contienen la novela que ha intentado acabar durante 19 años. Deliberadamente desarticulado, La muerte de mi hermano Abel es un libro que gira precisamente sobre la imposibilidad de escribir una historia que se ha ido frustrando a lo largo de décadas. Muchos de sus parches, bocetos y notas son el pan amasado de una vida azarosa.

Nacido en el último año de la Gran Guerra, el narrador, álter ego de Von Rezzori, es hijo de una prostituta. Su padre pudo ser cualquiera de los amantes ricos. Tras una infancia lujosa en casa de un pariente en Besarabia, actual Moldavia, y el suicidio de su madre es enviado a Viena. En 1938, con 19 años, asiste como testigo privilegiado al Anschluss y al regreso triunfal de Hitler a su tierra natal, un hecho que divide su existencia en dos y lo deja para siempre separado del ayer. "Y en medio de todo ello, de pie, con la cabeza comprimida bajo una gorra de portero demasiado grande, alzando el brazo hacia delante con un gesto mecánico, como un muñeco de madera al que le han amputado el otro brazo, estaba ÉL: pelo lacio de maleante, peinado hacia un lado sobre su cara harinosa, que parece olisquear malhumorada los fétidos efluvios negros de su bigotito". (pag. 690). Vuelve a Rumanía para luchar por la patria, aunque sin mucho entusiasmo, y se puede decir que de alguna manera sobrevive a la primera edad de hielo de la destrucción que marcó el comienzo de la guerra. A partir de ahí resurge una y otra vez de los escombros de una Europa en ruinas.

Por una serie de circunstancias, está presente en los juicios de Nuremberg; desde allí se traslada a Hamburgo, donde se las arregla para soportar la severa escasez de alimentos y la pobreza de los años de la posguerra: su segunda edad de hielo. Luego sobreviene el ''milagro económico'' en Alemania, y su fortuna mejora. Comienza una carrera lucrativa en el mundo del cine, lo que no le impide lamentarse del giro materialista que la sociedad ha comenzado a tomar. Él mismo se culpa y castiga por perseguir la quimera del dinero en lugar de escribir su novela.

La muerte de mi hermano Abel no sólo abre surcos en la tragedia europea y en la vida de Aristides Subicz, el guionista de cine dandi que sueña con concluir su ambicioso libro, se compone de monólogos largos, algunos filosóficos en el tono, otros sarcásticos, en los que el narrador se ocupa de diferentes asuntos: la escritura, el psicoanálisis, el sexo, los mitos, la muerte, la religión, la política, en definitiva un catálogo cultural de los materiales que han moldeado el siglo pasado. Sus observaciones, por ejemplo, sobre el proceso de Nüremberg y los detalles al final de la novela abren una ulterior reflexión incómoda y puede que no del todo plausible sobre la naturaleza radical del genocidio nazi. El asesinato de varios millones de personas -razona el narrador- es algo tan abstracto que sólo se puede comprender por medio de las estadísticas. No hay manera de poner al asesino en una relación proporcional con su crimen atroz. "No es posible imaginar un castigo justo para él".

Nadie ha dicho que las obras de arte de la literatura -ocurre con La muerte de mi hermano Abel al igual que sucedía con Memorias de un antisemita- tengan que ser reconfortantes para el lector. Novela absolutamente imprescindible la de Gregor von Rezzori.

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