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AMALGAMA

Arte público y arte privado

Agustín Hernández defendía su intimidad artística como espacio de derecho individual y defendía la publicidad como hecho legítimo del orden social

En los años 80 mantuve varios diálogos con algunos de los contemporáneos artistas plásticos de la época. Uno de ellos fue con el pintor Agustín Hernández, y para platicar con él me pertreché, previa cita, de un vehículo, con el que atravesé decenas de kilómetros hacia las afueras de la ciudad, subiendo continuamente hasta llegar a una altura de unos seiscientos metros sobre el nivel del mar. Un anunciado y verdoso número diecisiete, marcado en pintura al lado de la puerta, me llamó la atención por lo vetusto, y aporreé la recia madera de tea tras la que un mastín negro, de casi un metro de alzada, raspaba denodadamente. La cálida recepción de la compañera de Hernández me puso, sin más preparativos, frente a un recién hecho tazón de café y, tras apurarlo con fruición, cruzamos la casa, cruzamos el jardín, y me dirigí a una edificación de dos pisos, en cuyo alto estaba el estudio del pintor. Amplios ventanales desde los cuales se avistaba el mar del norte, que avisa a los lugareños del tiempo, según haya calma, rizos o marejada, se encargaban de que una luz buscada con esmero y exactitud por su constructor gobernara todos los recovecos del gran salón. Y comenzó el diálogo con el sujeto que nos interesa, el artista, y buscamos analizar si es astro o satélite, centro del círculo o punto de la circunferencia, y no respecto al mundo, sino, menos pretenciosamente, respecto a sus propias cosas. Agustín Hernández defendía su intimidad artística como espacio de derecho individual y defendía la publicidad como hecho legítimo del orden social. Pero hay que hacer notar que quien pide un espacio en el orden social, no puede traer novedades que refresquen el propio orden social: es físicamente imposible. En la misma medida en que un artista solicita presencia social, debe alejarse de su biografía individual, y contextualizar más su obra a la realidad social. Sólo los niños pequeños, hasta que dejan de serlo, pretenden de la sociedad que todo se acomode a sus deseos, a sus particulares visiones del mundo, hasta que advierten la imposibilidad de ello y se acoplan. La sangre artística es como la sangre del niño, quiere lo inalcanzable, se plantea lo más difícil sin reparar en realidades. Finalmente, discutí con el pintor si la exhibición de su obra equivalía a la exhibición del acto amatorio o a la exhibición del hijo producto del acto amatorio. Agustín Hernández, como pintor, mostró con cierta claridad el paradigma del artista de oficio: su ámbito íntimo (metaforizado por el acto amatorio) y su ámbito público (metaforizado por el hijo, producto del acto amatorio, que se gesta, cría y oferta al mundo). Pero, al fin, nos seguimos preguntando: ¿Están íntimamente ligados el amor y el matrimonio, o sólo solapados, y acaso ni eso? Y consecuentemente nos preguntaremos: ¿Están íntimamente ligados el sentimiento sublime del arte y el artista que pinta y expone su obra, o son campos solapados de la existencia, y caso, muchas veces, ni eso? El arte hoy es el nutriente de una sociedad que padece una cierta inmunodeficiencia a causa de una meta que, tácitamente, parece consensuada: el materialismo de los valores, sin el cual éstos no existen. En esta situación ineludiblemente objetivista, o bien el sujeto se muestra satélite de lo objetual, de lo material, o bien a la inversa, el objeto y lo matérico se supeditan al sujeto. Y el arte público y cuantificado es mal satélite, es el rey Sol que todo lo derrite.

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