La Provincia - Diario de Las Palmas

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literatura

En el Día (y la Noche) del Padre

El joven Franz Kafka. LA PROVINCIA/DLP

"La noche es más profunda de lo que el día ha pensado"

F. Nietzsche

"Yo flaco, débil y angosto; tú fuerte, grande y ancho. En esa caseta me sentía miserable y no solo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque eras para mí la medida de todas las cosas". El célebre alegato de Franz Kafka, en su Carta al padre -que muy pronto cumplirá un siglo, aun publicada, como casi toda su obra, a título póstumo-, cuyos móviles él mismo definía con esta reveladora imagen de impotencia, "las sacudidas de la mosca en la tira de papel engominado", resulta ya una valiosa pieza de arqueología. Entre otras cosas, porque el padre ha dejado de ser "la medida de todas las cosas". En la centrifugada sociedad actual, su lugar ha sido reemplazado por la calle, el mercado -ese espectro hoy de veras tan autoritario y temido-, y matarlo sería entonces como hacerse el harakiri, y no llegar ni a principios de mes...pecializado en las relaciones entre cerebro y creatividad, "lo único que produce ya 'matar al padre' es una profunda orfandad, sin contraprestación alguna. Una mata a su padre, y final del proceso: se queda tristemente sin padre. Ello, porque el verdadero padre con el que se ha de competir es la sociedad en su conjunto, y, sobre todo, la intemperie del mercado", recalca.

"En todo lo que yo pensaba estaba sometido a tu fuerte presión, incluso cuando tus pensamientos no estaban de acuerdo con los tuyos, y especialmente entonces. Todas aquellas ideas, en apariencia independientes de ti, venían marcadas desde el principio por tu juicio desfavorable", agrega la Carta..., que Elias Canetti definió muy bien como "el otro 'proceso' de Kafka", sometiéndole al doble vínculo de incitarle a integrarse como un ciudadano normal, contrayendo matrimonio, por ejemplo, y no poder jamás hacerlo, pues eso le apartaría de su aplastante padre real. No podía apartarse de sus instrucciones y expectativas, pero no podía tampoco acometerlas, pues le habría supuesto interiorizar la figura paterna, y, lo que más detestaba en este mundo, ser al fin igual que su padre...

Al otro extremo del siglo, el estadounidense Philip Roth sí parece redimirse a sí mismo, y al propio Kafka, en su Patrimonio. Una historia verdadera (2004, en castellano), esta vez hablando del padre en tercera persona y ya difunto. Curiosamente, al igual que el de Kafka, su padre se llamaba Herman y era, asimismo, de ascendencia judía. Roth lo evoca, conmiserativamente, ya en su ancianidad, cuando a él mismo le tocó cuidarlo. Rememora el episodio de cuando le diagnostican un tumor cerebral y regresa a su hotel con las radiografías del cerebro de su padre. Tras evocar "las imágenes del cerebro de mi padre, fotografiado desde todos los ángulos, esparcidas sobre la cama", reflexiona: "Puede que el impacto no fuera tan grande como el que me habría producido tener el cerebro de mi padre en el cuenco de las manos, pero por ahí se andaba. Así como la voluntad de Dios brotó de una zarza ardiente, del mismo modo, y con no menos milagro, Herman Roth había estado manando de aquel órgano bulboso durante muchos años. Acababa de ver el cerebro de mi padre: nada y todo me había sido revelado. El cerebro era un misterio al que poco faltaba para ser divino, incluso perteneciendo a un agente de seguros jubilado que no llegó a pasar del octavo grado...".

Si la cultura patriarcal es falocéntrica, Roth hace diana en otro de los pasajes claves, aprovechándose de que, ya bastante impedido, ayuda a su padre a bañarse: "Le miré el pene. No creo que se lo hubiera vuelto a ver desde que era pequeño, y en aquella época me parecía enorme. Era correcto: grueso y robusto, la única parte del cuerpo en que no se revelaba la vejez. Parecía en buen estado de funcionamiento. Más gordo que el mío, observé. "Mejor para él", pensé. "Si ha servido para proporcionarles placer, a mi madre y a él, tanto mejor? Me quedé mirándolo atentamente, como si hubiese sido la primera vez, esperando que se me presentasen los pensamientos. Pero no hubo ninguno más excepto la recomendación que me hice de fijarlo en la memoria cuando él estuviera muerto. Quizá pudiera evitarse, así, que con el paso de los años mi padre se trocase en algo atenuado y etéreo. "Tengo que recordar con precisión", me dije. "Tengo que recordarlo todo con precisión, para poder recrear en mi mente al padre que me creó, cuando él ya no esté". No hay que olvidar nada".

En esta especie de autopsia en vida, rememora también cuando hubo de limpiarle el trasero. "Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás se había sentido. Tampoco era la primera ocasión en que comprendía esto: una vez puesto a un lado el asco e ignorado la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar (...) De modo que esto era el patrimonio. Y no porque limpiarlo simbolizara alguna otra cosa, sino precisamente porque no, porque no era sino la realidad vivida que era". Así pues, finalmente, la mierda -y su posibilidad de limpiarla- es el mejor patrimonio que el escritor ha recibido de su padre. Roth deja así la partida en tablas. No siente el vértigo de la necesidad de 'matar al padre', junto a la imposibilidad de hacerlo, que atenazó a Kafka, sino que, con suma conmiseración, detiene el brazo de Abraham en el momento exacto y logra salvarse a sí mismo. Mientras que el agnóstico judío checo declara en su Carta... que emplea la literatura como último recurso para emanciparse de la figura de Herman Kafka, y "es inútil", el agnóstico judío neoyorquino sí supera la, en el fondo, endeble figura de Herman Roth, y, sin perder un ápice de compasión, logra salvarse él mismo a través de la literatura.

Pero, ¿qué ocurre en aquellos casos en que la figura paterna es doblemente creadora, del hijo y de su propia obra?, ¿cuando a la omnipotencia del padre se le superpone la omnipotencia, en este caso, literaria? Como botón de muestra, muy reveladora resulta, por ejemplo, la coincidencia testimonial entre "admiración" y "distanciamiento afable" que los narradores Jorge Onetti y Gonzalo Torrente Malvido decían profesarles a sus progenitores respectivos, los premios Cervantes Juan Carlos Onetti y Gonzalo Torrente Ballester.

"Ser el hijo de un escritor es muy probablemente un refuerzo para alguien con la misma vocación. Pero otra cosa muy distinta es ser el hijo de Juan Carlos Onetti, pues supone que lo midan a uno con Miguel de Cervantes o William Shakespeare, en vez de con un escritor", reconocía Jorge Onetti, autor de cuentos y novelas avalados por diversos premios (finalista del Casa de las Américas y del Biblioteca Breve), fallecido en 1998, y que acaso hoy sería más y mejor rememorado si se llamara Martínez. Según su testimonio, "Juan [siempre trató así a su padre, con su nombre de pila] nunca me hizo el menor comentario sobre ninguno de mis libros, ni para bien ni para mal. Nunca le di mayor importancia a ese silencio, pues lo consideraba una consecuencia del mutismo que practicaba con su propia obra. Adelantar en voz alta la trama de lo que estuviera escribiendo lo consideraba gafado, y, ya luego, una vez terminado un libro, no es que no lo comentara, es que ni siquiera lo releía. Me consta que nunca lo hizo, ni en las galeradas. Para él, escribir era un acto erótico, y como tal, no admitía reanudación, sino iniciar otro distinto", relataba. Tan solo en una única ocasión, cuando Jorge Onetti se iniciaba en la literatura, su padre se le acercó con uno de los manuscritos que le había entregado, y tirándole afectuosamente de los mofletes, le espetó: "Hijo mío, 'dedicáte' a otra cosa, descansá, que para llevar la cruz de Onetti ya estoy yo...". "Tenía ese celo de la exclusividad, como de eslabón perdido, de que Onetti solamente era él -apostilla el hijo-; pero no para bien sino especialmente para mal, dados su pesimismo y nihilismo incorregibles".

Según el testimonio de Gonzalo Torrente Malvido, fallecido hace cuatro años, "al principio era un estímulo ser el hijo de un escritor de relieve; pues, qué duda cabe, ser el hijo de mi padre me facilitó en su día el acceso a las editoriales, pero, luego, termina siendo un asunto marginal, completamente irrelevante". Autor de 'Cuentos de la mala vida' y de una saga de novelas, publicadas casi todas en los años sesenta, dice haber mantenido desde siempre una "fraternal simbiosis" con su padre, lo que incluía la pertenencia a un estrecho club compuesto únicamente por ellos dos, y que consistía en ser los primeros lectores de sus respectivos manuscritos. "Nos hacíamos observaciones, aunque no pocas veces con el propósito de desobedecernos más y mejor; lo facilitaba el hecho de que nuestras literaturas nunca se parecieron en nada". Para el autor de Torrente Ballester, mi padre, el libro que le reportó los mejores dividendos, "el mito de matar al padre son ganas de hacer literatura sobre la literatura. No creo que haya mayor complicación respecto al poder simbólico alcanzado por el padre en el oficio. Lo que sí complica los términos de la comparación, no sólo con el padre, sino con cualquier colega, es que vivamos en una época de literatura tan mercantilizada".

Un caso inverso es el de Javier Marías, cuya emergencia como narrador supera -o es, en todo caso, proporcional, con respecto al Régimen anterior- a la de su padre, el filósofo Julián Marías. La devoción que le profesaba constituye la antítesis exacta al declarado rechazo de los poetas Leopoldo María y Juan Luis Panero a su progenitor, el poeta -también de adscripción franquista- Leopoldo Panero. En realidad, fue con motivo del 80 cumpleaños de su ya difunto padre cuando Javier Marías le pidió permiso para transgredir su pacto de silencio mutuo. "Me pareció oportuno dedicarle unas líneas de homenaje, quebrantando nuestro acuerdo de no pronunciarnos el uno sobre el otro públicamente", explica. "Siempre mantuvimos una especie de respeto desapasionado hacia nuestras obras respectivas. Para mí, matar al padre ha sido matar, por ejemplo, a Henry James y Joseph Conrad, que tanto me influyeron en mis primeras novelas. Aunque, la verdad, cuando me disponía a hacerlo, se me murieron ambos de muerta natural", ironiza el autor de Todas las almas'.

Juan Luis Panero ha reconocido que, inicialmente, le pesaba como una losa ser el hijo del poeta Leopoldo Panero. "Se mezclaban muchas cosas, como nuestro fuerte antagonismo ideológico", argumentaba el hermano mayor de los también escritores Michi y Leopoldo María Panero. "Sacar a la luz pública un libro de poemas en plena Dictadura significaba en mi caso que quien lo sacaba era 'el hijo de Panero'; si a eso le añadías que se trataba de unos versos contestatarios, a diferencia de la poesía impoluta y casi oficial de mi padre, el estigma estaba garantizado". No obstante, la muerte prematura del poeta 'del 36' -a sus 52 años- hizo que no alcanzara a saber que sus hijos serían escritores, por más que, en su poema Epitafio, lanzó esta profecía: "Murió acribillado por el beso de los hijos?".

"Cuando él murió, yo no había cumplido los 20 años", explicaba el primogénito de los Panero. "Y recuerdo que una tarde él se empeñó en que le leyera los versos que tenía escondidos. Me negué en rotundo, y se cabreó muchísimo. Era mejor así, porque estoy convencido de que si los hubiese leído, se habría ido a la tumba en aquel momento". El autor de Conjuros para la noche de una virgen reconoce que la biblioteca de su padre jugó un papel clave en la vocación de él y sus hermanos. "Allí había nerudas, vallejos y eliots inencontrables, y desde luego yo creo que aquellas inmensas y variadísimas estanterías fueron para nosotros un aldabonazo". A él le tocó editar, a mediados de los setenta, las obras completas de su padre, y reconoce haberlo hecho con un respeto muy distanciado. "Él nunca fue mi clima; me veo mucho más próximo a inmediatos antecesores suyos, como Eliot y Cernuda". Como manifestó unos años antes de su muerte, en 2013, si su padre levantara la cabeza y le echara un vistazo a su poesía completa, volvería a bajarla de nuevo, pero si, además, conociera la de su hermano Leopoldo María, ya se enterraría del todo.

Cada cual a su manera, uno y otro hermano han dedicado versos de homenaje a un fabulado reencuentro con la figura paterna. Más contenido el primogénito en su Frente a la estatua del poeta L. P., Leopoldo María rompió todos los moldes posibles de unas coplas manriqueñas en su poema homónimo del alegato de Kafka, Carta al padre. "Solos tu y yo, e irremediablemente / unidos por la muerte", le increpa a su padre, para transmutarlo finalmente en una amante: "Solos yo y tú, mi amada / aquí bajo esta piedra...". Pero, para una mente fabuladora, ¿quién su verdadero progenitor? En rigor, nadie puede escapar a esta gélida ley no explicitada que legó Juan Carlos Onetti en Cuando ya no importe, su libro testamentario: "... el recuerdo de la verdad nunca vista: madre horizontal, despatarrada y suplicante, padre muerto para el mundo, adhiriendo enfurecido sudores de pecho, inconsciente del ridículo vaivén de sus sobrias nalgas de varón".

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