Sherlock Holmes se ganó la vida como investigador, vivía en el 221B de Baker Street, a un paso de Regent's Park, mientras que su hermano Mycroft trabajaba para los servicios secretos de Su Majestad que, en su tiempo, se llamaba Victoria y daba nombre a su propia época: la del esplendor del imperio colonial. De Pitcairn a Gibraltar. O sea, Holmes fue un tipo tan vivo como sus coetáneos Karl Marx o Jack el Destripador. Muy pronto pudo trascender su naturaleza inventada y cruzó la frontera y se hizo hombre de carne mortal; hay pruebas de ello: el Museo de Londres dedicó al detective su exposición estrella en el otoño de 2014. Lo vi yo con mis propios ojos.

Los que saben de Holmes son legión. Se han constituido en organizaciones eruditas en las que se discute desde la fecha de su nacimiento a la naturaleza de su verdadero amor. En vida de Arthur Conan Doyle -su creador- ya se publicaron aventuras apócrifas protagonizadas por Holmes o por otros personajes de su entorno (Watson, Moriarty?) Y no sólo en el Reino Unido. El escritor Alberto López Aroca ha estudiado profusamente la huella del asesor de Scotland Yard en su Sherlock en España. Y esa huella es mucha y muy profunda.

Carmen Moreno (Cádiz, 1974) se arranca en el pastiche holmesiano con Sherlock Holmes y las sombras de Whitechapel, o sea, el detective de Baker Street contra el criminal victoriano más enigmático, dos ingredientes que fueron gloria en la película Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979). Pero Moreno da unos pasos adelante: saca a pasear al pintor Walter Sickert (como Patricia Cornwell), al duque de Clarence (como Alan Moore o Anne Perry), al editor Andrew Lang y, sobre todos, al novelista Arthur Conan Doyle, en persona, una especie de liga de los hombres extraordinarios de la época victoriana para descubrir al criminal que inventó el siglo XX.

Jack el Destripador ya ha sembrado el pánico y está a punto de cerrar su serie de crímenes con el más salvaje de todos: el de Mary Jane Kelly, el 9 de noviembre de 1888. Aquí es donde aparece el Holmes de Carmen Moreno y aquí es donde escritora propone su juego de ficción posible o de realidad tocada con una pizca de ficción. Las novedades de Moreno están, sobremanera, en la presencia de los fenianos en las calles más turbias de Whitechapel. Los protonacionalistas irlandeses representan en la novela de Moreno el papel de los masones en alguna de las versiones anteriores de los crímenes de el Destripador. Moreno sirve este cóctel con la sabiduría de una jugadora sabia que sabe combinar su pasión lectora con la viajera: imaginación y realidad chocando como dos trenes en una llanura desierta. Sherlock Holmes y las sombras de Whitechapel es puro divertimento, divertimento del bueno, tanto que el lector permite a la autora que abandone, de repente, a Andrew Lang porque ha dejado de ser importante para la historia y en cambio le dé voz a Lewis Carroll, que ha surgido como de la nada para cerrar la novela. Eso tiene un pase, lo que no tiene un pase son el mogollón de erratas que tiene el libro y es que los divertimentos, por muy divertimentos que sean, tienen que cumplir las reglas.