Siempre me ha gustado ese chiste judío de una madre que corre junto al mar mientras grita: "¡Socorro! Mi hijo, el médico, se está ahogando". Que incluso en el momento de la muerte el matiz del orgullo se revele con tan inusitada fuerza, habla de una cultura que no pierde la conciencia de la ironía en ningún momento. Quizá esa sea la característica decisiva de la inteligencia judía: la sutileza de una mirada que combina el escalpelo más amargo con la formidable estatura de una historia única. Al fin y al cabo, algunos de los más demoledores sarcásticos de la literatura contemporánea (Saul Bellow, Joseph Heller, Philip Roth) llevan la impronta judía. Y judío es Woody Allen, a quien debemos la definición que en Delitos y faltas sancionó que la tragedia no es otra cosa que la comedia sometida al paso del tiempo. Nadie como el judío se ha reído con tanta intensidad de sí mismo, de su dios y de sus padecimientos. Nadie como él ha reflexionado sobre el yo y sus infiernos con tanta precisión. Como si hondura y humor fueran inseparables. O como si no se pudiera concebir una filosofía verdadera que no aplauda ante su propia y sistemática demolición.

Estos referentes, sin olvidar al cómico Lenny Bruce o a la grandísima Grace Paley, resuenan en Los centenarios, la primera obra de Lore Segal vertida al español, novela desternillante y a la vez aterradora que pivota sobre dos ejes argumentales: la paranoia y la decrepitud. Ambientada en una Nueva York frenética, donde los ancianos saltan a los patios de luces como pájaros sin rama en que posarse, un tipo singular, Joe Bernstine, obsesionado con el fin del mundo, recluta entre su familia y amigos a un núcleo de fieles dedicados a analizar, valiéndose de muy discutibles parámetros científicos, una tendencia que Bernstine ha creído hallar en sus visitas a las urgencias hospitalarias: el alzheimer de imitación, o la tendencia a caer en una demencia temporal de todos los mayores de 62 años que visitan los hospitales de la ciudad.

Esta anécdota un tanto pueril sirve a Segal para urdir una novela ligera sólo en la superficie, pues el constante (y macabro) sentido del humor que recorre sus páginas es la única estrategia que permite leer (y asumir) lo que sucede sin sentir la tentación de saltar uno mismo al vacío. La devoradora soledad, la fractura sin esperanza, la sensación de abandono que, en el entorno de las megalópolis, acosa a los ancianos, cifrada aquí en las historias de un puñado de supervivientes, despojos de una sociedad implacable, que arrastran sus muchos años de vida (sus siglos en realidad) ante la evidencia de una infernal paradoja. Y es que como Segal escribe: asistimos a "un Occidente enteramente poblado por centenarios dementes con salud de hierro". Ese mismo ambiente que, como uno de los personajes de Los centenarios se permite apuntar con singular encanto, nos lleva a sospechar que, después de todo, "Kafka era un escritor realista".