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cine

Fellini en el ojo del huracán

El sello Cameo edita en BD 'Fellini, ocho y medio', la obra más autobiográfica del cineasta, mientras el mundo cultural se apresta a conmemorar su centenario

'Fellini, ocho y medio', con Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Anouk Aimée y Sandra Milo en los principales roles, optó a cinco estatuillas en los Óscar de 1963, aunque sólo obtuvo dos: Mejor película de habla no inglesa y mejor vestuario. LP / DLP

La reciente aparición en el mercado digital de Fellini, otto e mezzo (1963), uno de los filmes más icónicos de la década de los sesenta y, probablemente, el autorretrato definitivo de un cineasta fuera de norma, nos acerca a una dramaturgia que bucea, a través de sus casi tres horas de metraje, en los procelosos dominios del subconsciente en su indisimulado propósito de explorar una vida sembrada de experiencias que marcaron poderosamente la existencia de su autor, tanto en el plano estrictamente personal como en el profesional. Es más, en la película quedan desdibujadas las fronteras, si es que realmente podemos hablar en estos términos de la obra de un director tan propenso a la abstracción y tan inclasificable como Fellini, que separan ambos niveles para ofrecer una mirada integral sobre el personaje y sobre el paisaje social en el que éste se halla inmerso. Se trata por tanto de una película de marcado tono confesional, autobiográfica, catártica, si me lo permiten, y profundamente reivindicativa en la que todo se mueve por el impulso irrefrenable de un creador que se sitúa en el ojo del huracán, utilizando la pantalla como espejo de sus propias obsesiones.

Han transcurrido más de setenta años desde que el gran Federico Fellini (Rimini, 1920- Roma, 1993), hijo de un humilde viajante de comercio de Savignano, estimable caricaturista y cofundador, junto con Roberto Rossellini del movimiento neorrealista, iniciara su fecunda y monumental carrera como cineasta con la inolvidable Luci del varietà (1950), una bella y luminosa tarjeta de presentación, que codirigiría junto a Alberto Lattuada, con un reparto encabezado por Giuglietta Masina, Pepino de Felippo y Carla del Poggio, donde el autor de Casanova (Il Casanova di Fellini, 1976) da rienda suelta a su prodigiosa imaginación a partir de un argumento propio inspirado, en gran medida, en sus viejos recuerdos del mundo provinciano que conoció en su Rimini natal.

Aquel fue el inicio de una larga trayectoria artística cuajada de personajes, situaciones y conflictos que contribuirían a abrir una nueva ventana al mundo, una nueva mirada que alteraría todos los paradigmas narrativos y visuales del arte cinematográfico conocidos hasta entonces y que excitaba la curiosidad de legiones de realizadores que descubrieron, gracias a él, las posibilidades reales de convertir el cine, un lenguaje artístico enmohecido durante décadas por la banalidad y el agotamiento, en la herramienta más poderosa para explorar las zonas de la realidad menos perceptibles al ojo humano.

Fue el suyo un arte, como también lo fue, pongamos por caso, el de Stravinski, el de Picasso, el de Monet, el de El Bosco o el de Moore, por citar cinco grandes creadores de otras disciplinas artísticas con ciertos rasgos comunes al cineasta italiano, que logró atravesar la frágil barrera que separa la realidad de la fantasía sin que apenas percibiéramos el tránsito que va de la una a la otra, siempre con el propósito de invitarnos a participar de ese mundo abismal donde se incuban las pasiones más oblicuas y donde crecen las frustraciones más traumáticas, permanentemente espoleadas por los fantasmas de la memoria y por las pulsiones de nuestros más ocultos deseos. Al igual que Bergman, Dreyer, Kieslowski, Lynch, Bresson, Tarkovski Mizoguchi o Buñuel, Federico Fellini mostró siempre una capacidad inagotable para explorar las zonas fronterizas de la conciencia, indagando en ellas con el único objetivo de desenmascarar la gran farsa que se ha montado el hombre moderno con su universo de impostura, autorepresión y desafío.

Sin embargo, y en clara oposición a sus ilustres colegas, el autor de Satyricón (Fellini Satyricón, 1972) contemplaba al ser humano con piedad y con cierta ternura, es decir, como si en el fondo lo excusara de toda responsabilidad y aceptase como irremediable su actitud abyecta, sus miserias morales y sus terrores íntimos, de ahí que concibiera siempre el mundo real como un gran circo en el que los hombres se mueven como meros espectros, como autómatas guiados por la fatalidad de un angustioso, mordaz y esperpéntico carrusel de imágenes que, con el paso del tiempo, no han hecho más que agigantar su figura artística e intelectual.

Todo lo que era percibido por su inquieta mirada de entomólogo no era ni casual, ni reflejo de una actitud revanchista. Al contrario, contemplaba al mundo desde una perspectiva objetual plenamente asumida a través de la cual diseccionaba a la humanidad sin acritud, aunque con audacia, ironía y desenfreno, incidiendo de manera especial en la decadencia como eje moral sobre el que gira la civilización que le tocó vivir, esa misma civilización que, sin ir más lejos, logró aupar al poder a personajes de la catadura moral y política de Silvio Berlusconi y que generaría algunos de los escenarios de corrupción institucional más procaces y oscuros de la historia de Italia.

Fellini no fue profeta, ni creo que ésa fuera nunca su intención real cada vez que activaba su potentísima maquinaria imaginativa en los colosales platós de Cinecittá. Tampoco entre sus objetivos vitales tuvo nunca el de sermonear al público con sesudos discursos moralistas acerca del declive del hombre contemporáneo y de sus incertidumbres ante el futuro. El éxito de su cine, por el contrario, residía en su inquebrantable posición humanista frente al caos existencial que reina en las sociedades actuales y en la destreza artística con la que reflejaba ese sórdido escenario. Pero intentó también explicarnos mediante una poética personal inimitable, las razones que hacen que el hombre se empequeñezca cada vez más en su obsesión por alimentar la autocomplacencia y la vanidad.

A lo largo de su obra, supo responder con ejemplar coherencia a cada una de las obsesiones que marcaron su trayectoria vital, ya fueran las que hundían sus raíces en la memoria histórica y/o familiar -su infancia y parte de su adolescencia en Rimini, el fascismo mussolliniano, sus frustradas experiencias iniciáticas con el sexo, su esposa Giuglietta, etcétera, constantemente presentes en casi todas sus películas- como las que procedían de sus cada vez más sólidos cimientos intelectuales -Fellini ocho y medio (Fellini otto e mezzo, 1963) es un perfecto reflejo de su alambicada y obsesiva conciencia profesional-, sentimentales -Los clowns (I clowns, 1970) constituye todo un tributo al hombre que sufre de tristeza, amargura y soledad- o políticas -Ensayo de orquesta (Prova d' orchestra, 1978) representa una ruidosa metáfora de la escena política italiana de finales de los setenta y, en Amarcord (Amarcord, 1974) nos muestra un retrato inclemente del régimen fascista, con el que vivió parte de su vida, hasta llevarlo al terreno de la parodia más solemne, barroca y autorreferencial.

Reflejó, como nadie, la amalgama de vivencias, emociones y recuerdos que cada hombre lleva almacenada en su conciencia y que determina su actuación en el gran teatro del mundo, ese teatro que Fellini, por su natural tendencia, tan mediterránea, a la fabulación, convierte en un paisaje inquietante, barroco y colorista por donde circulan los innumerables personajes que han ido formando parte de su febril inventiva cinematográfica.

Nunca ofreció soluciones a los problemas del mundo porque, entre sus planes, jamás contempló convertirse en un profesor de ética, todo lo más en maestro de la vida, por eso en sus filmes se limitaba exclusivamente a plasmar su visión de la sociedad en función de sus propios recuerdos y de sus sueños, campo éste del que logró extraer vetas poéticas de incalculable riqueza visual. De ahí que, en ningún momento, intentara otorgar carta de objetividad a sus discursos cinematográficos ni pretendiera que sus personajes, más cercanos a una representación expresionista del mundo que a una mirada realista, se constituyeran en ningún modelo de comportamiento. Tal como reconoció el legendario André Bazin en su famoso libro ¿Qué es el cine?: "Sus personajes nunca se definen por su carácter sino exclusivamente por sus apariencias". Ahí precisamente es donde reside la verdadera originalidad del maestro italiano y desde esa concepción, heredada de los arquetipos más populares de la commedia dell' arte, donde se han fraguado sus grandes obras maestras.

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