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cine

El legado de un coloso

El reestreno de 'Rojo', 'Azul y 'Blanco', la trilogía que consagró al maestro Krzystof Kieslowski, reabre el debate sobre su obra a los veinte años de su muerte

Krzystof Kieslowski. ALBERTO TERRILE

La inminente presentación en España en soporte digital de Azul (Trzy kolori niebeski, 1993), Blanco (Trzy kolori Bialy, 1993) y Rojo (Trzy kolori czerwony, 1994), tres de los dramas más perturbadores del director polaco Krzysztof Kieslowski (Varsovia, 1941/Varsovia, 1996), coincidiendo con el vigésimo aniversario de su prematura desaparición víctima de un ataque cardíaco, ha devuelto al primer plano de la actualidad a este inclasificable maestro del cine contemporáneo, vinculado estilísticamente a las corrientes más innovadoras de los años ochenta y noventa, y al que su veterano colega y compatriota Roman Polanski no dudó en calificar, en una amplia entrevista publicada por el diario Le Monde tras el apoteósico estreno en París de su famosa trilogía testamentaria, como "uno de los cineastas más originales, complejos y sugestivos de la década de los noventa". Toda una revelación en el alicaído panorama cinematográfico europeo de finales de los ochenta, que inundó las pantallas con renovado espíritu crítico ante un mundo regido por una noción de la moral cada vez más volátil, artificial y retrógrada.

Aunque su filmografía estrictamente cinematográfica -desde su graduación en la Escuela de Lodz en 1969 no cesaría de dirigir documentales y cortometrajes para la TV estatal polaca- no se inicia hasta 1976, año en el que dirige el largometraje La cicatriz (Blizna), un bronco y conmovedor análisis de la vida familiar en la Polonia de la década de los setenta con el que recibió el Primer Premio en el Festival de Moscú, y con el que comienzan sus inacabables desencuentros con la censura oficial en su Polonia natal, el talento de Kieslowski no sería internacionalmente reconocido hasta 1979, tras la presentación de su largometraje El aficionado (Amator) en los festivales de Gdansk y Moscú, certámenes que lo distinguieron con sus máximos galardones.

Algunos años después, Sin final (Bez konca, 1984) y Cita a ciegas (Przypadek, 1986), dos testimonios inclementes sobre la represión política en un país, no nos olvidemos, gobernado, manu militari, por el general Jaruzelski como respuesta a la incontenible rebelión popular abanderada por el Sindicado Solidaridad, no harían más que reforzar su bien ganada reputación de cineasta sobrio, original, comprometido y despojado por tanto de cualquiera de los artificios narrativos a los que recurren, como tablas de salvación, legiones de cineastas carentes de ese talento proteico tan característico del maestro polaco.

A partir de ese momento, su prestigio como director se va incrementando hasta que, en 1987, consigue deslumbrar a la élite de la crítica internacional congregada en Cannes con No matarás (Krótki film o zabijamin, 1988) un filme de indescriptible belleza formal, fuera de toda norma, inflexible en sus reflexiones, amargo, radical y extremadamente riguroso en sus planteamientos, donde propone una mirada cuasi metafísica sobre el hombre y su comportamiento ético a la luz de los cambios experimentados en las sociedades europeas durante la segunda mitad del pasado siglo.

A este filme, con el que obtendría el Premio Especial del Jurado y el de la Fipresci en Cannes, le seguirían otros igualmente duros y conmovedores, como No amarás (Krótki film milosci, 1988), integrado, como No matarás, en su famoso Decálogo (Decalogue, 1989), y La doble vida de Verónica (Podwójne zycie Weroniki, 1991) en los que, mediante un estilo extremadamente depurado, vuelve a insistir en sus profundas reflexiones acerca de los conceptos de espiritualidad y pecado en un contexto social cada vez más abocado al escepticismo y a la desconfianza hacia cualquier valor de orden moral. "El de Kieslowski, asegura Eduardo Rodríguez Merchán, en su prólogo del libro La doble vida de Krzystof Kieslowski, es un cine sin respuestas, que presenta individuos desgarrados por su soledad; es un cine sin tesis morales y sin mensajes, pero que apuesta por la esperanza de que la comunicación humana sea posible, incluso cuando sus protagonistas viven inmersos en ambientes propicios a la más absoluta incomunicación y en situaciones complejas y atrabiliarias; es un cine del azar como motor del destino y un cine en el que predomina la ausencia de cualquier certeza".

Su máximo reconocimiento profesional le vendría tras el estreno, en 1992, de lo que ya ha sido calificado por críticos e historiadores de todo el mundo como uno de los grandes monumentos artísticos del cine moderno: su elogiada trilogía inspirada en los tres colores de la bandera francesa. En coproducción con Francia, Suiza y Polonia, Kieslowski despliega en tres hermosas y estremecedoras películas una meditación pausada y desgarradora sobre lo que cada uno de estos colores simboliza para los franceses, o sea, el azul de la libertad, el blanco de la igualdad y el rojo de la fraternidad, tres conceptos que guardan una estrecha relación con los temas que siempre inquietaron a este director desde sus inicios en la legendaria escuela cinematográfica de Lodz y que su prematura muerte le impidió seguir desarrollando, como siempre fue su propósito y el de la miríada de admiradores que generó a su alrededor tras un interminable rosario de éxitos en los más prestigiosos festivales internacionales. Con Azul se hacía con el Leon de Oro de Venecia y ese mismo año también conseguía el Oso de Plata al Mejor Director en Berlín con Blanco mientras que en España haría su entrada triunfal a través de la Seminci de Valladolid, dirigida en aquel entonces por el crítico y periodista madrileño Fernando Lara, dejando en la ciudad castellana la sensación generalizada de que estábamos asistiendo, con la obra de Kieslowski, a un auténtica epifanía cultural, muy lejos de los parámetros convencionales en los que se movía la industria cinematográfica de la época.

Cuando las primeras imágenes de este incatalogable tríptico comienzan a deslizarse sobre la pantalla, nuestra retina queda virtualmente inundada por una rara e irresistible sensación de plenitud visual que no cesará hasta la desaparición de sus últimos fotogramas. La realidad desfila ante nuestros ojos sin otros maquillajes que los de la más profunda y estremecedora poesía, invitándonos a participar de un conjunto de imágenes cuyo extremado refinamiento estético, convirtió a su autor en uno de los más reconocidos alquimistas visuales que ha dado el cine europeo en muchas décadas. Cautivados por su inconmensurable talento, no pocos críticos compartieron en su día la opinión de que con Kieslowski acudíamos al renacimiento en Europa del pensamiento trascendentalista que con tanto acierto y dedicación practicaron cineastas de la envergadura de Bergman, Bresson, Dreyer, Ozu, Mizoguchi o el también malogrado realizador ruso Andrei Tarkovski, con el que, por cierto, Kieslovski compartía ciertas analogías.

Contemplar esta trilogía, así como esa desgarradora radiografía del dolor y de la soledad a la que ésta nos conduce cuando se nos cierran todas las puertas a la esperanza, reflejada en La doble vida de Verónica (Podwójne zycie Weroniki, 1991), película de lectura abierta y ondulante, es como asistir a una complicada exhibición de funambulismo : todo parece gravitar sobre un precario equilibrio donde las emociones y los recuerdos se entrecruzan en un imparable carrusel de imágenes, aparentemente etéreas y arbitrarias pero, en el fondo, tan reales, crudas y concluyentes como el propio pálpito vital que las genera.

Sus divagaciones estéticas seducen continuamente nuestra mirada, nos cautivan con su compleja belleza, transportándonos a ese territorio, no tan ignoto como algunos piensan, donde las pasiones hunden sus raíces para perturbar nuestros sentidos y reactivar nuestra conciencia lejos de los esquemas morales que guían nuestra vida en la sociedad.

En cualquier caso, el inolvidable creador de El decálogo y de tantas obras maestras, nos dejó, tras su muerte, una herencia de libertad y estética que encuentra en su trilogía su más fiel y ajustada representación visual. Sus sutiles vínculos, no tanto argumentales como ideológicos, con sus restantes filmes lo sitúan como un vértice más del triángulo filosofal concebido por este director para intentar medir la estatura ética del hombre de nuestro tiempo. Un objetivo particularmente ambicioso y edificante con el que el gran Kieslowski contribuyó a ensanchar la mirada crítica sobre la encrucijada moral de un fin de siglo que él siempre observó con la misma curiosidad, rigor y atención con la que un entomólogo examina el comportamiento de los insectos. Meses antes de morir, Kieslowski ya había iniciado lo que, según muchos de sus exégetas, podría haber devenido en otro de sus prodigios artísticos: un guion inspirado en La Divina Comedia, de Dante, presentado también en forma de trilogía, que había titulado Paraíso, Purgatorio e Infierno. Como Visconti con su frustrado empeño de adaptar En busca del tiempo perdido; Welles con su sueño irrealizado de llevar a la pantalla El Principito; Dreyer con su Vida de Jesús o Kubrick con su anunciada y nunca materializada superproducción sobre Napoleón Bonaparte, el director polaco siguió alimentando sus legítimas ambiciones artísticas mediante un esfuerzo continuo por superarse a sí mismo en su intento por transmitir su particular visión del mundo desde pautas intelectuales tan luminosas y complejas como las que marcó para la posteridad el supremo patriarca de las letras italianas.

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