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literatura

Sobre las islas de Shakespeare y Cervantes

Como está documentado en cartas de su puño y letra, Miguel de Cervantes codició algún puesto funcionarial o militar en alguna colonia de ultramar, lo que le fue sistemáticamente denegado

Festín de Sancho Panza en la Ínsula Barataria, de José Moreno Carbonero. LA PROVINCIA / DLP

Una isla anónima y deslocalizada, poblada por una bruja y su deforme hijo, y que servirá de única tierra firme a un barco que naufraga, y otra isla, de localización paródica y hasta casi irrisoria, que, en realidad, es una comarca del corazón peninsular, en Aragón, y que sólo se forma como tal cuando la circunda una crecida del río Ebro. Esos son los modelos de insularidad que cartografiaron, respectivamente, William Skakespeare y Miguel de Cervantes, los dos centrales baluartes del imaginario de la modernidad literaria en Occidente, ahora tan vinculados por la conmemoración del IV centenario de sus conjuntas muertes, el 23 de abril de 1616.

De por sí es curiosa la coincidencia en una fijación insular, y en sus últimos años de escritura. De hecho, la pieza teatral La tempestad, redactada apenas un lustro antes de su temprana muerte, a los 52 años, constituye la obra testamentaria de Shakespeare, donde establece un complejo y polémico antagonismo entre los personajes de Próspero y Calibán, tan utilizados (sobre todo por autores del Caribe, toponimia asociada a "caníbal" y al propio "Calibán") como arquetipos respectivos del conquistador y el conquistado, o, más exactamente, de "civilización y barbarie". Y en la Segunda Parte de El Quijote, publicada en 1615, tan sólo un año antes de su fallecimiento, Cervantes se despacha a gusto con los elocuentes y chispeantes capítulos de la gobernanza de Sancho Panza en la Ínsula Barataria, que constituyen una de las digresiones más autónomas del vasto relato, con la completa ausencia, por demás, de su amo, don Quijote.

La principal coincidencia entre ambas tramas es esa condición fantasmagórica, desterritorializada del escenario insular que plantean. En el caso del autor de El Quijote, se trata de una isla de aquende los mares, cuya imprecisión abarca desde el origen de la denominación a esa completa irrelevancia de que sea ínsula de mar o comarca continental (de hecho es una isla fluvial, en el término municipal aragonés de Alcalá de Ebro, a trescientos kilómetros del mar, y que cuenta hoy día con una estatua dedicada al ínclito ex gobernador Sancho Panza). Y en el caso del autor británico, la ínsula es el escenario oscuro donde se desmadejan los hilos del poder, con sus falseamientos y usurpaciones; si bien es verdad que las más certeras especulaciones la dibujan como una isla atlántica.

Parece indiscutible que, en ambos casos, con más carga simbólica (Shakespeare) o más intención paródica (Cervantes) se trata de una ínsula que alude al Nuevo Mundo, descubierto apenas un siglo antes de sus escrituras respectivas. Si al comienzo de su llegada como gobernador a la Isla, anunciada, por cierto, como una merecida dádiva, desde la Primera Parte del Quijote, de 1605, el narrador nos explica que (en son de 'Si le digo, le engaño') no se sabe muy bien si "se llamaba la Ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno", cinco capítulos después, cuando Teresa Panza y Sanchica manifiestan su desconfianza sobre que su marido y padre haya sido nombrado gobernador de una Ínsula o de ninguna parte, el mensajero de los duques que les ha dado la nueva puntualiza: "De que el señor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de que sea ínsula o no la que gobierna, en eso no me entrometo; pero basta que sea un lugar de más de mil vecinos...". Esto es: En cualquier "lugar" de la tierra en que se junten "más de mil vecinos" ya tenemos una ínsula barataria...

Como está documentado en cartas de su puño y letra, Miguel de Cervantes codició algún puesto funcionarial o militar en alguna colonia de ultramar, lo que le fue sistemáticamente denegado. Los más entusiastas exégetas cervantinos celebran esa medida, pues, en efecto, de otro modo, jamás hubiese escrito esa epopeya que le serviría de catarsis personal en sus últimos años, durante el insomnio de su extremada pobreza. Ignoramos qué fabulosas proyecciones idealistas hubiese puesto en la mente y los actos de don Quijote, de haber sido éste el gobernador de la Ínsula (imposible, por otra parte, que la rigiera sin el apoyo de su escudero). En su lugar, coloca como gobernador al terrenal y analfabeto Sancho Panza ("un hombre tan sin letras"), de modo que no desentone, tal vez, la consolatoria demarcación de su ansiada isla de ultramar en el cogollo del secano peninsular. Y, asfixiado por los rigores del cargo, Sancho terminará renunciando al cabo de una semana, para elegir la libertad de los caminos junto a su caballero andante, con gran alivio, tal vez, para el propio Cervantes, persuadido ya de que no hubiese merecido la pena el confinamiento burocrático en ínsula de ultramar alguna...

A lo más relevante, la palabra "socarronería" domina explícita e implícitamente las páginas de los ocho capítulos gubernamentales de la Ínsula Barataria. Sancho representa en ella el burlado que -socarronamente- se burla de sus burladores. Pues, como es sabido, su nombramiento como gobernador le ha sido otorgado por el Duque propietario de la Ínsula para mofarse de él, y todas las autoridades insulares (el médico, el juez...) están en ese ajo, mientras que, para sorpresa de los baratorios, Sancho corresponde con una gran diligencia inaudita.

A un negociante vecino, acostumbrado, al parecer, a hacerse con el dinero público, lo echa de esta guisa de su despacho, poniéndose en pie: "¡... Que si no os apartáis de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa, bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados? Y dónde los tengo yo, hediondo? Y ¿por qué te los había de dar aunque los tuviera, socarrón y mentecato?... ". Pero más afín aún a la mentalidad insular canaria, por ejemplo, que los tres últimos atributos de su reproche ('hediondo', 'socarrón' y 'mentecato'), es la retranca con que, empezando por él mismo, se emplean, casi sin excepción, los "insulanos" baratarios. Cuando el Bachiller Sansón Carrasco, por ejemplo, al ser informado de que Sancho Panza acaba de tomar posesión como mandatario insular, exclama: "¡¡Gobiernito tenemos!!"? No me digan que no es un diminutivo mitigador que nos suena muy familiar por estos lares? O también: "Viose el perro en bragas de cerro", la exclamación de Sanchica, que no da crédito del nuevo e inaudito status de su padre. Y, en un atrápalo y corre de rebajas comerciales, dirá la esposa del flamante gobernador: "Cuando te dieren la vaquilla, corre con soguilla"...

Le conminan a que se comporte "como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores", sin que nadie le explique en qué consiste eso. Una imprecisión -deslocalización- que se disimula con el profundo asidero que le anuncia el duque al darle el espaldarazo para su nuevo destino: "Sancho, amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones". Y concluye: "Es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada".

Es significativa esta preponderancia de lo espacial. Mientras que en los capítulos alternos, Don Quijote, que se encuentra en la tierra firme mesetaria, como huésped de los duques, tiene por principal aliado el tiempo -"como es ligero el tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas..."-, lo propio de la condición insular, en este caso barataria, es el espacio, y eso es justamente lo que empieza a exasperarle a Sancho Panza, para quien "el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo, sin moverse del lugar?".

Es una dicotomía que concuerda muy bien con la ulterior tradición de teóricos de la insularidad (atlántica). Así cuando Agustín Espinosa, por ejemplo, nos advierte que "sólo geográficamente puede explicarse nuestra génesis mítica"; o cuando Eugenio Granell, en su Isla cofre mítico -esa cabal cartografía de la singladura de los surrealistas por las islas del Atlántico, desde Tenerife a La Martinica- subraya: "(En la islas) se recuerda y se olvida con ritmo regular (?) No hay (en ellas) pronto ni tarde, sino sólo aquí y allá, siendo el tiempo una dimensión desconocida del espacio".

Igualmente deslocalizada, pero ya no tan paródica y mucho más compleja en su pluralidad de símbolos, resulta la isla de La tempestad de Shakespeare, situada, no obstante, en algún lugar de la altamar del Nuevo Mundo. Alguna alusión aislada del robinsonismo coral de sus personajes a la proximidad de las Islas Bermudas, permite reforzar la hipótesis de que Shakespeare se inspiró en el sonado naufragio en esa zona de la expedición de sir George Sommer, en 1609, apenas dos años antes de la escritura, narrada con gran popularidad por su superviviente William Strachey. Pero ese dato resulta irrelevante en comparación con la imaginación del dramaturgo escorada hacia las nuevas islas de ultramar, y el influjo de algunos textos, especialmente las primeras crónicas de Indias y la visión de los caníbales de Montaigne. Próspero, el duque al que le ha sido arrebatado su dominio de Milán por su propio hermano, y que se adueña de la Isla, y Calibán, su habitante primigenio, son la punta de iceberg en el antagonismo del relato. Ambos personajes han conformado secularmente los principales arquetipos del choque abrupto entre el conquistador y el conquistado, desde la colonización a nuestros días. Aún hoy, el cubano Roberto Fernández Retamar va por la enésima edición, ampliada y revisada, de su Calibán, el habitante primigenio de la telúrica ínsula shakesperiana, que, tras la reconquista (la Revolución cubana), se defiende con las uñas del acecho arrebatador del Próspero del imperialismo yanqui... Y, con anterioridad, el poeta martiniqueño Aimé Cesaire, más sutil, tiznó de negritud al "monstruo rojo" del dramaturgo, para denunciar la herencia de la esclavitud africana, como preámbulo de su hermosa definición del espacio insular como "una concha cerrada" con la perla siempre por hallar...

Pero en el rico imaginario de Shakespeare -mucho más intertextual con el mundo clásico y no tan apegado al refranero y a la observación del trabajo de campo como Cervantes-, las tensiones de poder son mucho más sutiles y complejas. Frente a la hilarante isla quijotesca, de aquende los mares, que el duque le cede al escudero Sancho Panza, con intención de mofarse, la ínsula de Shakespeare (no Barataria sino Cararia) es una isla de nadie, en la que el duque (Próspero), esta vez, se destierra -¡durante 12 años!- para emboscar al séquito de su hermano, que le ha usurpado el ducado, con la intención de recuperarlo en origen. Próspero quiere relegitimarse y prosperar, justamente en su demarcación de origen. Provoca la tempestad que hace naufragar el navío por una causa justa, y crea a Ariel, un espíritu insular protector, que es también una suerte de Abel, para fortalecerse en la lucha contra el cainismo de su hermano usurpador y la 'barbarie' de Calibán. Un sugerente tema, muchas veces mitigado: las desavenencias y hostilidades entre los conquistadores? (Próspero y el hermano usurpador de su ducado, Antonio, ¿no tendrían su correlato, en nuestro entorno, como botón de muestra, de las hostilidades de Pedro de Vera y Hernán Peraza hacia el fundador primigenio, Juan Rejón, asesinado por el segundo en las costas de La Gomera??).

Ignoro qué tipo de vínculos semióticos puede haber entre el rudo y sabio Sancho Panza en su Insula Barataria y Calibán, ese oriundo de la isla de la tempestad, que será finalmente un híbrido entre Polifemo y el "buen salvaje". Pero es seguro que ambos dos, mitos fundantes del imaginario insular de la modernidad occidental -queramos que no-, se corresponden a la perfección con el triple ideario que James Joyce considera, en su 'Ulises', privativo del alma de cualquier insular (atlántico): "Silencio, destierro y astucia"? Y que -más cachondo y con retranca entre los insulinos baratarios y más cáustico entre los náufragos insularios de 'La tempestad'- el humor que prevalece en ellos es irresolublemente, como apuntará también Joyce en sus poemas, "wet and dry": húmedo y seco?

Lo relevante es cómo, entre ambas obras, el espacio insular se subraya de ambigüedad y ambivalencia, sometido a una fantasmagoría y espectralidad irreductibles. La verdadera habitante primigenia de la isla de Shakespeare es la bruja Sycorax, la madre de Calibán, y no sería descabellado asociarla, más que sea inconscientemente a muchas monografías de ficción insular atlántica, como, en nuestro entorno, entre otras, Mararía, de Arozarena, o Las espiritistas de Telde, de Luis León Barreto. Y la 'teatralidad' de ambos territorios insulares de principios del XVII, justo cuando nace la literatura canaria, ¿no se corresponde con esa especie de decorados de cartón- piedra como es dibujada la orografía de nuestro paisaje, desde los relatos de los fetasianos o de Víctor Ramírez a la letanía de Los puercos de Circe, de Luis Alemany: "Porque las cumbres azuladas y añiles y marrones?", por ejemplo?

Divertimento de los duques ante su premeditada bufonada sanchopancesca, ¿no es esto la "isla-tobogán" de García Cabrera?, o más aún, aquí concuerda el ludismo que envuelve la trama de Lancelot 28º 7º, de Agustín Espinosa, parodia, a su vez, del Lancelot que influyó en ambos autores clásicos, y cuyo "camello con arado, maestro de los actores del devenir" muestra la misma destreza inesperada del escudero analfabeto. Su poema María Ana, primer premio de axilas sin depilar bien podría servir de contraataque humorístico a los duques en una serie convocatoria en el panel del Gobierno insular de Barataria. Y su reaparición como personaje central en su novela Crimen -una cumbre también, esta vez del surrealismo hispano- empalma con el espacio telúrico y hechizado de La tempestad. Híbrida de la bruja Sycorax y de la bella hija de Próspero, Miranda -las dos únicas mujeres, en contrapunto, en el relato de Shakespeare, émulas de la naturaleza insular-, la María Ana de Crimen es la cruel esposa, mujer de "los veinte senos, veinte bocas, veinte sexos, veinte lenguas y veinte ojos", que, cotidianamente, "se masturbaba, se orinaba y se descomía... escupía y hasta se vomitaba", sobre su sufrido marido; una posible parábola de lo que hace la Isla, desposada con el sufrido isleño, y a quien Espinosa (auto)define de este crístico modo insuperable: "? crucificado sobre mi propia cama de matrimonio puesta en posición vertical tras un gran balcón de cristales abierto a una calle desolada".

En La tempestad, Miranda le increpa a su padre, nada más arribar a la isla: "¿Qué negra traición nos ha traído aquí, o qué felicidad nos ha conducido?", a lo que Próspero responde: "¡Ambas, ambas, hija mía!". Dualidad inextricable, ambivalencia en estado puro, entre la Arcadia y la fatalidad del arrumbamiento y reclusión. La isla de Shakespeare es tránsito entre la Ítaca de Ulises y la del futuro Robinson, de su compatriota Daniel Defoe, de justo un siglo más tarde. Es espacio paradisiaco, como lo será la Isla de Citerea, a donde se quieren embarcar los amantes, o las primigenias Islas Afortunadas, o las del Caribe, paradigma de "lo exóticamente correcto", o al menos para la redención (que lograrán sólo allí padre e hija); pero es también el lugar propicio para el confinamiento y el destierro: las tan frecuentes islas-presidios (como Alcatraz, o la Fuerteventura de Unamuno y la Santa Elena de Napoleón). Y a la cabeza, de nuevo la voz en off de Espinosa en el Epílogo en la Isla de las maldiciones, de la novela Crimen: "Esta isla lejana, en la que ahora vivo, es la isla de las maldiciones (...) Yo, el hijastro de la isla. El aislado. Asisto a la apertura del naufragio más largo de los siglos".

Cabe preguntarse, en fin, si tras la abdicación de Sancho Panza y las perentorias reivindicaciones de Calibán, no se hallan estas certeras puntualizaciones sobre la condición insular atlántica de Seamus Heaney: "Mi traicionado pueblo clama desde sus jaulas", dice, para ilustrar también, de este modo, la secular sensación de arrumbamiento: "Largo tiempo chupando de la teta trasera / Fría como de bruja y tan dura de tragar". Lo que no deja de ser un riguroso relevo de las observaciones del también premio Noble irlandés Samuel Beckett sobre su Isla natal: "Esta es la tierra espasmódica (...) Y maldigo este día enjaulado jadeante sobre la plataforma debajo de la urna llameante".

Acaso haya sido José Lezama Lima quien mejor le ha dado la vuelta a la deslocalización heredada, otorgándole un alumbramiento revelador, con proclamar: "La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos". De las ínsulas de Shakespeare y Cervantes se desprende, en definitiva, que más allá de la específica condición humana del insular -como argumentaría Domingo Pérez Minik-, lo relevante es ya la condición insular del ser humano?algo que ilustra de forma determinante Gilles Deleuze, al anunciarnos: "La isla no es otra cosa que el sueño de los hombres, y los hombres la mera conciencia de la isla"?. Si Lezama nos previno de que lo importante no es la diana, sino el camino que recorre la flecha misma, Espinosa nos ofrece este cabal diagnóstico / pronóstico al final de su Lancelot 28º 7º: "La llegada (de Ulises) a Ítaca es sólo un pretexto para dar una tregua a las aventuras marinas. Un descanso de las heroicidades. Cuando en el retorno, entra en el mar de la odisea se encuentra ya en su área".

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